«El mundo de hoy, como los israelitas en el cruce del Mar Rojo, no puede detenerse en medio. Mucho menos, dar marcha atrás».
El SARS-CoV-2 es un virus aterrador. Embiste brutalmente. Tensa la sanidad hasta atascarla. Se recurre al triaje militar: como en plena batalla, se deja morir a unos para sanar a otros. Las víctimas agonizan solas. Los familiares no pueden despedirlas. Los asintomáticos matan a seres queridos. La inmunidad no está garantizada.
Bienvenidos a la historia de la humanidad. Las grandes epidemias nunca nos dejaron, pero la medicina moderna parecía confinarlas en regiones de renta baja. La COVID-19 golpeó primero y con dureza al mundo desarrollado. ¿Para esto 500 años de revolución científica?
Karl Popper, adalid del método científico en economía, afirmó que una sociedad abierta no trata sus problemas holísticamente; los resuelve por separado. Lo llamó «tecnologías fragmentarias». Los astrofísicos e ingenieros aeroespaciales que llevaron al hombre a la Luna ignoraron las connotaciones religiosas o sociales de su trabajo. Se concentraron en resolver problemas del proyecto, uno a uno. Ciencia moderna y tecnología van unidas.
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La medicina no es excepción. La deontología galénica prescribía tratar holísticamente al organismo, que seguía pautas binarias (salud/enfermedad) y cuyo mal profundo el médico debía remediar. La medicina moderna es menos ambiciosa. Habla de «síndrome» o conjunto de síntomas relacionados, mejor que de enfermedad. La diabetes es un síndrome; la enfermedad coronaria, otro. La medicina actúa sobre la hipótesis científica de que síntomas que aparecen juntos con regularidad estadística pueden curarse juntos con regularidad estadística. Tratamiento que elimina los síntomas en un 99% de casos, cura.
Atendiendo cada síndrome por separado, la medicina aspira a mantener al individuo con vida. Con cura satisfactoria para mayor número de síndromes, el individuo vivirá más. El aumento universal de la esperanza de vida corrobora la hipótesis. ¿Habrá individuos amortales, como se pronostica? No inmortales; aún podrían morir, y a la larga morirían, de accidentes. Pero en eso también trabaja la ciencia, aumentando la seguridad en todo.
La COVID-19 no es un síndrome sino varios; quizá a largo plazo aparezcan más en quienes la superaron. La concentración de recursos en ella obliga a desatender otros. Por primera vez en dos siglos, afrontamos una reducción de la esperanza de vida. Todo un desafío para la medicina moderna como paradigma de tecnologías sanadoras fragmentarias.
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La gran esperanza es la vacuna. Quizá nunca la haya segura y efectiva. Décadas de investigación en el SIDA, y no hay vacuna. Se ha «cronificado» el síndrome, es decir, logrado que los síntomas no empeoren; no es poco. Con la COVID-19 parecería distinto.
Hay 160 proyectos de investigación, 27 de prueba en humanos y 6 en fase final. Los hay estadounidenses, chinos, alemanes, británicos. Un laboratorio indio lanzó su vacuna el 15 de agosto. La rusa –ya se hace de ello cuestión nacional– se le ha adelantado. Muchos expresan dudas. Hace dos o tres lustros, era lugar común que se tardaba diez años en producir el medicamento una vez identificada su acción específica. Al inicio de la pandemia era año y medio o dos años. Ahora, de seis a nueve meses. ¿Qué ha cambiado? Uno, hay más dinero, aunque invertido de forma más dispersa.
Dos, hay más presión del público. Este no esperará pacientemente a que la ciencia apruebe la vacuna, dados sus rígidos protocolos. Con pocos proyectos, que compartían hallazgos, la ciencia especializada hacía su seguimiento en revistas y congresos. Para el público, las nuevas curas eran maná llovido del cielo. Ahora hay tantos artículos sobre SARS-CoV-2 y COVID-19, en espera de revisión, que tardarán años en publicarse. La profesión médica pierde visión de lo que hace. Se intercambia información clínica en redes sociales, sin filtros. ¿Asombra que algunas farmacéuticas lancen sus productos? Tendrían que ser los médicos quienes objetaran algo, pero es de temer que cada vez estén menos seguros de qué decir. Si se insufla ozono por vía rectal, sin duda parte del público exigirá que se autorice o incluso se compre la vacuna disponible y barata. Los gobiernos oscilarán entre complacer a sus electores y la opinión más beligerante de su clase médica, a la que se acusará de favorecer a otros proyectos por motivos inconfesables.
mucho de la crisis
estaba presente,
pero la pandemia lo
ha catalizado en un
desafío holístico al
mundo desarrollado
que arrastra a los
países emergentes.
Tres. La ciencia pierde control. Los gobiernos presumen de su apoyo mientras se la reta a diario en las redes sociales (naturópatas, antivacunas…). La comunidad científica, en cualquier campo, alcanza tales dimensiones globales que opiniones carentes de soporte empírico hallan tanto reconocimiento como las más acreditadas; incluso mayor audiencia, al revestírselas de una aureola de resistencia intelectual a la conspiración de los poderosos.
Se habla de una inteligencia artificial que revise la ingente literatura científica sobre cualquier tema, resuma sus avances y sugiera líneas de investigación. Un corpus enciclopédico del saber en manos de científicos. Tan utópico como las bibliotecas de Borges; o quizá no. Ayunos de «ciencia segura», los gobiernos buscan apoyo en teorías que sus asesores de imagen interpretan de forma espuria. Se ha oído que las mascarillas eran innecesarias en un momento y necesarias en el siguiente, que el aislamiento no ayudaba y luego que ayudaba; o visto pasar de la infección general para adquirir «inmunidad de rebaño» al confinamiento universal, que frena la pandemia, pero arruina la economía. La crisis de gestión no se resolverá así como así, dadas las incertidumbres que rodean a la COVID-19.
LAS BURBUJAS DEL CAPITALISMO
El SARS-Cov-2 pone en cuestión sanidad y economía, política y cultura (con brotes de negacionismo). Mucho de la crisis estaba presente, pero la pandemia lo ha catalizado en un desafío holístico al mundo desarrollado que arrastra a los países emergentes. Y el mundo desarrollado, con un liderazgo basado en tecnologías fragmentarias, carece de ideas para afrontarlo.
Sin embargo, el capitalismo no se alimenta tanto de ideas como de «burbujas». Una burbuja es un proceso especulativo. Sin ellas, el capitalismo no funciona. Sería largo de explicar, y obviaré la teoría. En la práctica es así, y todos lo sabemos. Auge y prosperidad dependen de burbujas que el capital ceba. Las hay de materias primas, industriales, de servicios; de inversión y de consumo («modas»). También del sector público, instadas por el electorado. Globales y locales, así como de duración corta-media, como la de las punto-com en los noventa y la inmobiliaria anterior a 2008, y de larga duración, como las de internet y la telefonía móvil, que duran un cuarto de siglo y se combinan ahora en la de redes sociales.
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La pandemia infla unas burbujas y desinfla otras. Los gobiernos han parado fácilmente el mundo varios meses gracias a las redes sociales. Hace un cuarto de siglo, era impensable mantener a la población encerrada tanto tiempo. Una causa, si no única sí destacada, es que la clase media mundial se ha recluido a disfrutar de su burbuja global C2C favorita en vez de echarse a la calle en protesta por la restricción de libertades. Las redes sociales han sido el opio del pueblo. También se infla la burbuja global del comercio electrónico.
Burbujas de larga duración se desinflan. Los vuelos internacionales y el turismo, claves en la globalización, son ahora actividades de riesgo –como avisan los gobiernos, deseosos de retener divisas– y las potencias turísticas se tornan vulnerables. Los ricos encontrarán forma de hacer «turismo seguro» pero pasarán años, aun en el escenario más favorable, para que haya un turismo seguro «de bajo coste». Ciudades como Nueva York, Londres, París y Barcelona podrían estar heridas de muerte. Los viajes de negocios, en auge hasta ahora, han sufrido un golpe quizá fatal al comprobarse que las videoconferencias sustituyen bien a las reuniones presenciales. (Las videoconferencias son redes sociales, no de consumo sino empresariales, como el trading en red lo es financiera).
El retroceso de la globalización y el proteccionismo renacionalizarán los patrones de consumo y debilitarán a las empresas multinacionales afectadas. Burbujas locales sustituirán a las globales. Ejemplos son los sectores de comidas rápidas y ropa lista para llevar. Hay muchas franquicias en restauración y de comercio minorista en ese grupo.
También los centros comerciales, con enjambres de ellas, están amenazados.
La educación afronta profundos cambios. De pronto la enseñanza en red ha reemplazado a la presencial, y funciona. Así que los centros de educación a distancia, con mayor experiencia, disfrutan de renovadas oportunidades de competir con los convencionales.
La desvalorización del trabajo presencial, peligroso pese a toda medida de seguridad, afectará a los servicios públicos. La e-administration, que parecía deseable, resulta obligada. Antes se trataba de evitar gestiones innecesarias. Ahora, de ahorrar contagios.
En la industria se inflará la burbuja B2B de la digitalización, de larga duración y máxima importancia. Más segura, para evitar contagios, es una cadena de producción accionada por robots que otra operada por humanos. La pandemia ha llegado cuando, dentro de la llamada cuarta revolución industrial y de su fruto, la Industria 4.0, se impone la digitalización integral de empresas. Muchas sentirán presión ahora para digitalizarse integralmente; robotizar la planta, el almacén y todo desplazamiento interior de productos y materiales; automatizar y sincronizar las tareas de MES/MOM y llevar a teletrabajo la ERP no automatizable. Se tendrá así una «fábrica segura», sin más presencia humana que en vigilancia, limpieza y reparaciones. El mantenimiento, más que correctivo, será preventivo e incluso predictivo, dentro de la «inteligencia de operaciones». No es futuro, es presente.
cuando se
duda de la eficiencia
del mercado,
se duda
también de
las virtudes
de la economía
abierta.
Harán falta fábricas de nueva construcción o reformas de calado que inutilizarán las existentes por meses o años. La empresa que no hiciere planes luchará por mantenerse pero al final tirará la toalla, cerrará temporalmente y construirá una factoría digital o reformará viejas instalaciones. Eso, contado con la demanda, asunto problemático en una crisis. Mucho empleo industrial se perderá, porque son dos factores concomitantes, el coyuntural, la pandemia, y el estructural, la digitalización integral, que es la tarea de la industria en este siglo. Restricción adicional será el capital disponible.
La transición se dilataría haciendo tributar a los robots, como proponen algunos. Conviene meditar, empero, si se quiere una transición rápida o prolongada.
DEPRESIONES PREVIAS
Las transiciones prolongadas hacen perder confianza en la libertad económica. Si se desconfía del mercado como mecanismo de asignación, los actores económicos acudirán menos a él y la actividad se estancará. Hubo dos situaciones así en el último siglo y medio: 1873-1896 y 1929-segunda guerra mundial. De dimensiones globales, coincidieron ambas con auges del proteccionismo. (Cuando se duda de la eficiencia del mercado, se duda también de las virtudes de la economía abierta). Se las conoce como «Larga Depresión» y «Gran Depresión», respectivamente. Me detendré en la «Larga», menos conocida.
La Larga Depresión de 1873 fue resultado de un desajuste entre el fin de la primera revolución industrial y el comienzo de la segunda. Aquella tuvo como temas la máquina de vapor y el carbón; una movía telares y el otro alimentaba el vapor y proporcionaba gas para iluminar ciudades, lo que daba para un crecimiento moderado. La burbuja llegó con la aplicación del vapor al ferrocarril. El tendido de miles de kilómetros de vías férreas y la fabricación de material rodante impulsaron la siderurgia. Al final se vio que la red ferroviaria excedía de la demanda de transporte de mercancías y pasajeros. El empleo no se sostuvo, porque además la mecanización de la industria textil, las artes gráficas y otros sectores expulsaba sin cesar trabajo artesanal. Los efectos se sumaron en vez de contrarrestarse. El fin de la Larga Depresión llegó con nuevas tecnologías: electricidad, automóvil, telégrafo, teléfono, prensa diaria y radio; y petróleo como fuente de energía. No maduraron a la vez sino en un ciclo virtuoso que, entre dar alumbrado eléctrico a las ciudades, construir infraestructuras para nuevos tendidos y medios de transporte, y fabricar bienes de uso duradero que pudieran utilizarlos, se absorbió con creces el excedente laboral.
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La Industria 2.0 –llamémosla así– puso fin a la Larga Depresión. Décadas después, al acabar la Gran Depresión otra vez llegaron nuevas tecnologías: electrónica y microelectrónica, plásticos, aviación civil, turismo de masas, televisión, industria farmacéutica, y transporte normalizado y multimodal de mercancías; como combustible, energía nuclear. La Industria 3.0. Asistimos a sus estertores y a los bostezos de la 4.0. La pandemia es el despertador. Hora de hacer planes.
Un problema es la confusión sobre la energía nuclear. Parte de la opinión la rechaza por sus riesgos y por asociación de ideas con las armas atómicas. Como consecuencia, la economía global recurre en exceso a combustibles fósiles y fomenta la emisión de gases de efecto invernadero. En la balanza están el riesgo de tipo Chernobyl-Fukushima y el calentamiento global.
El automóvil eléctrico será una solución defensiva, no auténtico progreso. Lo serían drones capaces de transportarnos por aire. Los drones autónomos –que empiezan a verse en usos «menores», como paquetería– serán una tecnología-estrella de la cuarta revolución industrial, que dará nueva vida a las ciudades. Faltan infraestructuras y un software (¿del tipo Blockchain?) capaz de gestionar el tráfico aéreo en áreas urbanas. Las primeras en mostrarlos al mundo atraerán de nuevo al turismo.
el fin de la Larga Depresión
llegó con nuevas tecnologías:
electricidad, automóvil,
telégrafo, teléfono,
prensa diaria y radio;
y petróleo como fuente
de energía.
Automóviles 100% eléctricos y drones generarán una demanda enorme de energía. Cálculos aproximados cifran en 1 GW las necesidades de recarga de dos millones de vehículos. Electrificar el parque mundial triplicará los reactores en uso. Previsible burbuja de larga duración, superados los obstáculos, será la construcción de centrales nucleares.
Continuarán las fuentes renovables como potencial energía de la cuarta revolución industrial, pero todavía presentan problemas para ser la única o siquiera principal. Europa no puede tomarse aún como ejemplo.
Un último sector es digno de mención. Muchos gobiernos han adoptado la sanidad como eje estratégico. Todo indica que esa burbuja será la primera en inflarse a escala global. De duración media, podría alargarse.
La industria farmacéutica y las biotecnologías adolecen de penalización social. No han sido prioridad, por prejuicios comprensibles. Desde los años noventa, al hilo del mapa del genoma humano, de los experimentos de clonación y de la investigación en células madre, hay intensa oposición a todo lo que suene a eugenesia. El humanismo condena la mejora de los individuos por acción sobre sus cromosomas. Recuerda la aberración nazi de la división y pureza raciales.
La pandemia obligará a replantearlo. Si se prolonga, o si contenida esta aparece otra, surgirá, como línea de investigación junto a vacunas y tratamientos, el fortalecimiento de las defensas orgánicas mediante ingeniería genética. Quizá el mundo lo acepte, y se abra la puerta a algo que no está todavía presente pero acaso sí futuro no lejano.
¿Y si hay vacuna? Bienvenida sea, pero la pandemia dejará honda cicatriz en la economía. (Hasta ahora no podía decirse, por ejemplo, que el turismo virtual amenazara al real pero ya sí, pase lo que pase en adelante). Lo mismo que la crisis del ferrocarril, destruyendo empleo industrial, se unió a la supresión de trabajo artesanal por mecanización de la industria, los problemas actuales de seguridad y movilidad, que destruyen trabajo presencial en sectores medulares de la economía, se suman a la eliminación incesante de empleo por la digitalización. El mundo de hoy, como los israelitas en el cruce del Mar Rojo, no puede detenerse en medio. Mucho menos, dar marcha atrás.