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La desigualdad: una pandemia sin vacuna

Es un hecho que la COVID-19 afecta con mayor gravedad a los más pobres, y tiende a generar nuevas condiciones que perpetúan la brecha de ingresos en la población. Es preciso disminuir la desigualdad para enfrentar ésta y futuras pandemias.

 

A poco más de un año de la llegada del coronavirus a nuestro país, y a menos de 18 meses de la aparición de esta enfermedad en el mundo, varias disciplinas se han concentrado en el estudio de la pandemia: abundan los documentos médicos, las discusiones políticas y los análisis sociales. Sin embargo, este interminable confinamiento, así como los fallecimientos cada vez más cercanos y recurrentes, no permiten aún la suficiente perspectiva para examinar esta contingencia sanitaria con objetividad y precisión. En nuestra calidad de víctimas y protagonistas, es probable que falte mucho tiempo para lograr una interpretación convincente de lo que este acontecimiento nos ha afectado en el plano personal, familiar, social y profesional.

Esta contingencia deriva, en parte, en una crisis social y ésta, a su vez, acentúa la pandemia. La crisis social es un deterioro de las condiciones laborales y de vida de la mayor parte de la población; no obstante, este texto se centrará en las afectaciones que sufren las clases económicamente más desaventajadas, que representan, de hecho, a la mayoría de la población (aproximadamente 60%).

 

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“Jorge Cueto, el lujo con vocación social”

SINDEMIA = PANDEMIA + SINERGIA
Varios autores (Horton, 2020; Rodríguez, 2020; Muñoz-Rojas, 2020) han descrito la pandemia derivada del coronavirus como una sindemia, es decir, como la unión de dos o más epidemias. El neologismo surge de la asociación entre los vocablos sinergia, que alude a la alianza entre dos agentes, y epidemia, que se refiere a una enfermedad sobre el pueblo.

Algunos ejemplos de sindemia se aprecian en la reunión del coronavirus y la influenza del pasado invierno o en la actual confluencia entre obesidad, hipertensión, diabetes y COVID-19. Las consecuencias de estas enfermedades resultan incontenibles especialmente en las zonas que carecen de vacunas o centros de salud, o bien, que ignoran las medidas de prevención y cuidado.

Las sindemias son producto de inequidades sanitarias, a saber, de «diferencias sistemáticas en el estado de salud o en la distribución de los recursos para la salud de los distintos grupos de población, que se derivan de las condiciones sociales en que las personas nacen, crecen, viven y trabajan» (OMS, 2017). Las inequidades sanitarias y sus derivadas sindemias son, entonces, directamente proporcionales a la pobreza y a la ignorancia.

 

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Se observa a todas luces un círculo vicioso: la desigualdad social incentiva a la sindemia y ésta, a su vez, incrementa la desigualdad social. Por desigualdad social se entiende que el ejercicio de los derechos positivos y humanos y la aplicación de la ley depende de algo tan cambiante e involuntario como la clase social. En otras palabras, a mayor desigualdad social, peores serán los efectos de la sindemia y menores las probabilidades de recuperarse, acentuando aún más las diferencias entre los grupos sociales.

Por ejemplo, las colonias y alcaldías más pobladas de la Ciudad de México, donde las familias viven hacinadas, se encuentran entre los lugares con mayor cantidad de enfermos. Iztapalapa ha permanecido en el primer lugar de los municipios con más casos activos desde el inicio de la pandemia. El dato cobra sentido si se considera que la densidad poblacional de esta alcaldía es de 16,152 habitantes por kilómetro cuadrado.

 

Por su parte, en Estados Unidos comenzó a surgir evidencia de que, «una vez desglosados los datos por grupo racial, la mortalidad por la COVID-19 estaba afectando de manera desproporcionada a las personas y comunidades afroamericanas» (Muñoz-Rojas, 2020). O bien, en Europa el virus ha sido más letal en las comunidades de migrantes indocumentados.

El desafío de las familias mexicanas, los migrantes y la comunidad afroamericana, por mencionar sólo algunos grupos, radica en que las personas aglomeradas en espacios reducidos son más susceptibles de contraer coronavirus por vivir así y, además, tienen otras enfermedades que potencializan el riesgo de morir por el virus, como diabetes y obesidad (en 2019, INEGI reportó que 75.2% de los mexicanos padecían obesidad y 10.3% diabetes).

 

 

la desigualdad social
es una variable que
aumenta la probabilidad
de contagio y de muerte
en los menos afortunados.

 

 

 

MÁS POSIBILIDADES DE MORIR
Aunque evidentemente hay quienes sufren de obesidad a raíz de sus propias decisiones en materia de alimentación, hay quienes son víctimas de esta condición a causa de la pobreza y la marginación. Es bien sabido, y tristemente reconocido, que algunas poblaciones en nuestro país carecen de agua potable, pero no de refrescos, y que una bolsa de frituras es mucho más accesible al bolsillo que un kilo de espinacas.

Lo anterior fue constatado por la agencia Data Crítica, que en diciembre pasado publicó una investigación sobre los subregistros de casos indígenas con COVID. Allí indican que, no obstante que el número total de indígenas fallecidos es menor al de las personas no indígenas, «los funcionarios omitieron que la probabilidad de morir para un indígena contagiado era alrededor de 40% mayor que la de una persona no indígena para septiembre, probabilidad que hoy es 50% mayor a nivel nacional (2020)». Ello se debe a que las condiciones de vida de los indígenas y su acceso limitado a bienes y servicios (por varias razones: lengua, ubicación geográfica, pobreza, etcétera) los hace sufrir otras enfermedades, como las ya mencionadas diabetes o hipertensión, que incrementan la letalidad del coronavirus.

 

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Los ejemplos anteriores muestran que la desigualdad social es una variable que aumenta la probabilidad de contagio y de muerte en los menos afortunados. La muy escuchada exhortación de quédate en casa resulta una práctica inviable para todos los trabajadores que sobreviven de lo que ganan al día, de manera formal e informal. La imposibilidad de permanecer en el hogar aumenta la exposición a la enfermedad de quienes ya se encontraban en una situación vulnerable y de desventaja por carecer de ahorros o de oportunidades de crédito.

El contagio también agravará la condición de las clases sociales más bajas, pues quienes logren sobrevivir a la enfermedad se encontrarán más endeudados y desempleados que antes debido en parte al detrimento económico en la industria restaurantera, el turismo, la educación y un largo y desolador etcétera.

Al respecto, en julio pasado, Animal Político publicó una investigación sobre el aumento de personas en situación de calle que, tras perder sus empleos y hogares y ante la imposibilidad de refugiarse en otras casas por la probabilidad de contagio o por compartir la misma desgracia con quienes los hubieran hospedado, durmieron en la calle por primera vez, sin la esperanza de recuperar su vivienda pronto. Como medida extraordinaria, el Caracol, asociación civil que atiende a las personas en situación de calle, entregó despensas a la enorme cantidad de familias que perdieron su hogar por primera ocasión en su vida, a diferencia de quienes –lamentablemente– siempre han encontrado refugio en los espacios públicos.

 

LA PANDEMIA SÍ DISCRIMINA
En resumen, en contra de lo dicho en varios medios de comunicación, la pandemia sí discrimina. Es decir, si bien cualquier ser humano es susceptible de contagiarse, las consecuencias en la población más desaventajada colocan a las personas de este grupo en una situación peor. Incluso, no es necesario haber sufrido la enfermedad para vivir los estragos económicos de la pandemia, pues es recurrente que, fallecido el sostén de la familia a causa de una mala atención médica, los demás miembros del núcleo familiar pasen de vivir en pobreza a vivir en extrema pobreza. Apenas el último censo del INEGI reportó que en 29.3% de los hogares en México hay carencia de acceso a la alimentación y en 7.2%, algún adulto sólo comió una vez o dejó de comer en un día.

El dato es alarmante si se considera que las personas en pobreza, al carecer de las necesidades básicas, no pueden aspirar a un desarrollo integral, mucho menos a ser autónomas o felices (siguiendo la terminología de la ética kantiana y aristotélica, respectivamente), pues sus opciones se reducen a elegir lo necesario para sobrevivir (Dieterlen, 2017), en el mejor de los casos, no a prevenir el contagio de la COVID o a atenderlo.

Asimismo, «la enfermedad y la desnutrición impiden que los pobres se incorporen a un sector productivo y la falta de educación limita de manera sustancial el abanico de sus oportunidades» (Dieterlen, 2017, p. 417). A las discusiones sobre el PIB, la inflación, el salario mínimo, etcétera les subyace una discusión ética y antropológica que primariamente debería preocuparse por hacer valer la dignidad incuestionable e inmedible de todas las personas.

 

el contagio también
agravará la condición
de las clases sociales
más bajas, pues quienes
logren sobrevivir a la
enfermedad se encontrarán
más endeudados

y desempleados
que antes.

 

 

Reflexionemos ahora sobre los datos tan alarmantes presentados hasta el momento. Si bien casi todos los filósofos y politólogos coinciden en que la igualdad es un valor social incuestionable, los debates se centran en decidir qué clase de igualdad promover. Es comúnmente aceptado que aspirar a una igualdad física, es decir, a que todos los seres humanos sean idénticos, resulta inviable e inadmisible. Ello contradiría lo empíricamente constatable y anularía la pluralidad y la riqueza tan propias de las diferencias en edad, ocupación, ubicación geográfica, sexo, etcétera. Por el contrario, a lo que sí debemos aspirar es al igualitarismo moral y a la igualdad de jurisdicción, es decir, a que todos los seres humanos merezcan el mismo respeto y sean iguales ante la ley, respectivamente.

Las divergencias antes mencionadas adquieren relevancia en la discusión cuando ocasionan desventajas, por ejemplo, cuando las mujeres reciben un menor salario por el simple hecho de serlo o cuando los mayores de 40 o 50 años son expulsados de la jugada profesional debido a su edad. O bien, cualquier desigualdad es inaceptable cuando hay personas, aunque sea una sola, que carezcan de los bienes necesarios para sobrevivir, como apuntaba en su momento el intelectual estadounidense John Rawls.

En el caso de la sindemia, las diferencias naturales, como el sexo, la edad o la ubicación física, sí colocan a las personas en lugares distintos frente a los derechos. Por ejemplo, el derecho a la salud, del que naturalmente debería gozar toda la humanidad, no puede concretarse en las viviendas que carecen de agua o de jabón. La sana distancia y sus ventajas son inasequibles en barrios y hogares donde cohabitan varias personas. Los conductores del transporte público están más expuestos al virus que los ejecutivos que pueden cumplir sus tareas desde casa. La posibilidad de aislarse en un cuarto tras contraer la enfermedad es inalcanzable para las familias que viven en una sola habitación; congeniar las labores domésticas y la educación en línea de los hijos es una tarea sumamente retadora para las mujeres (a quienes, por lo general, se les atribuyen estas tareas sin previo consenso), que estos últimos meses han presentado altos índices de ansiedad y agotamiento crónico.

 

 

ERRADICAR LA INEQUIDAD NO LIMITA LA LIBERTAD
Lo anterior nos lleva a cuestionarnos, en el marco de la justicia distributiva (aquélla que se encarga de la repartición de bienes), cómo erradicar esta inequidad, es decir, a preguntarnos qué es lo que cada grupo poblacional necesita recibir realmente. Así como el imperativo de quédate en casa no puede formularse universalmente, pues no funciona en los individuos cuyo salario alcanza sólo para sus gastos diarios, los subsidios económicos también deberían considerar el rubro laboral al que se pertenece.

Las concesiones laborales deberían otorgarse de acuerdo con las nuevas responsabilidades de casa y, quizá, la distribución de las vacunas debería tomar en cuenta la edad, aunque también la responsabilidad laboral (en ciertos estados hay algunas propuestas para que el orden de la vacunación no sólo dependa de la edad, sino de los oficios, comenzando con los trabajadores de las ramas esenciales que no pueden mantener la sana distancia, como las personas que atienden los negocios de alimentos, los transportistas y los maestros, especialmente los de preescolar y primaria).

Al margen de la justa distribución de bienes, la justicia social también juega un rol importante a la hora de reflexionar sobre la sindemia. Gustavo Pereda define la justicia social como la que asegura «a los ciudadanos libertades, oportunidades, ingreso y riqueza, una estructura mínimamente desarrollada… Deberá proveer desde medios para llevar adelante un plan vital hasta estructuras sociales que orienten y determinen el comportamiento; tendrá que transformar o modificar todos esos aspectos para garantizar la condición de igual ciudadanía» (2017).

 

 

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De modo que esta sindemia no se erradicará sólo mediante vacunas y tratamientos médicos; tampoco repartiendo cheques u otorgando créditos (todas éstas son soluciones necesarias, mas no suficientes). En otras palabras, no basta garantizar recursos cuantificables, pues es menester revisar las estructuras y relaciones sociales donde se gestan muchos otros malestares. En el marco de la auténtica justicia social, la respuesta requiere de políticas públicas que aseguren bienes, derechos y oportunidades a todas las personas por igual, pero considerando, especialmente, a los más vulnerables. Algunos cambios estructurales son reformas al sistema educativo e incisiones directas a prácticas culturales que, si bien arraigadas, deberían ser extraídas de raíz, como la corrupción o el clasismo, por mencionar algunas.

¿Aspirar al igualitarismo moral supone coartar la libertad? Sobre ello, apelo a la clásica pregunta filosófica: ¿debemos optar por igualdad de condiciones a costa de la libertad o, por el contrario, debemos garantizar la libertad a pesar de que se acentúen las desigualdades sociales? De fondo, no hay conflicto alguno entre la libertad y la igualdad si se reconoce que todas las personas son igualmente libres. En cambio, cuando la libertad de ejercer los derechos se convierte en un privilegio de pocos, aparece la desigualdad social. De modo que, así como el ejercicio de los derechos debería ser igualitario, el resultado de esta práctica deriva en diferencias naturales. En otras palabras, la desigualdad material –no social– tendría que ser un efecto, no una causa, y nunca inhibir la dignidad humana, entendida como la capacidad que tiene cualquier persona de regirse a sí misma y desarrollarse integralmente.

 

Sirva el siguiente ejemplo para mostrar que la igualdad social puede derivar en cierta desigualdad material aceptable. La libertad de tránsito es un derecho universal. Habrá quien comercie con este derecho cobrando por el transporte, para aprovechar el tiempo y acortar las distancias. Quien pague por este servicio ejercerá su derecho al libre tránsito, pero se posicionará en desventaja económica frente a quien lo cobró.

Aparentemente, este escenario presenta una competencia justa cuyos resultados son naturalmente desiguales. Sin embargo, habrá que considerar que todos tengan las mismas oportunidades en un inicio, como apuntó el filósofo Ronald Dworkin. En el ejemplo dado sobre el transporte público, una persona que haya heredado 20 automóviles podrá montar un negocio de traslado de personas con mayor facilidad que quien no tiene vehículo alguno. Y si bien la desigualdad material es natural e inevitable, sería injusto que la persona cobre desmesuradamente por transportar a quienes no cuentan ni siquiera con lo mínimo para sobrevivir.

¿Se trata, entonces, de erradicar o distribuir cualquier forma de propiedad privada? Por ningún motivo, pues ello atentaría contra la libertad natural de la que son partícipes todos los seres humanos. Más bien, se trata de asegurar, como se describe a continuación, que las instituciones aseguren que la población en su totalidad pueda concretar cualquiera que sea su proyecto de vida.

 

debemos aspirar
al igualitarismo
moral y a la igualdad
de jurisdicción:
a que todos los
seres humanos
merezcan el mismo
respeto y sean iguales
ante la ley,
respectivamente.

 

 

En el caso específico de la sindemia, todos los individuos gozan, por lo menos en el plano teórico, del mismo derecho a la salud y a la vida. El problema reside en que habrá algunos que nunca podrán ejercerlo debido a la saturación de hospitales públicos o los elevados costos de los enseres necesarios para la convalecencia. Las encuestas son escandalosas: el número de personas que muere en un hospital público es cuatro veces mayor que en los hospitales privados. La tasa de letalidad del IMSS es de 18.6%, la del ISSSTE de 16.6% y la de las instituciones privadas es de 4.4% (Badillo, El Economista, 2020).

¿Cómo proceder? La propuesta, que no es por ningún motivo novedosa, busca concentrarse en las ya mencionadas estructuras sociales, sin afectar la libertad de los seres humanos. Es decir, en garantizar que la ley se aplique con eficacia y justicia y que las relaciones interpersonales sean equitativas.

Lo ideal sería que todos los seres humanos fueran libres de ejercer sus derechos y tener las condiciones necesarias para conseguirlo, de modo que las consecuentes desigualdades materiales no alteren la autonomía de persona alguna ni desconozcan su dignidad. Ya se ve, entonces, que la medida no aspira a ser algo temporal o contingente –como se espera sea la presencia de la COVID-19–, sino a establecerse definitivamente, dadas las diversas sindemias por las que atraviesa nuestro país y la inagotable desigualdad social que le caracteriza.

La labor académica de los intelectuales, siempre al servicio de la administración pública, deberá orientar la manera de garantizar el ejercicio universal de los derechos. De lograrlo, la desigualdad social dejaría de acentuar la sindemia y quienes padezcan cualquier enfermedad, en pandemia o no, tendrían garantizado un nivel adecuado de vida para no quedar en desventaja frente a quienes son socialmente afortunados y económicamente acaudalados, pero parecen ignorar (¿o evadir?), las condiciones miserables de quienes se encuentran alrededor, a causa de un virus que afecta a todos, pero discrimina a algunos que, dicho sea de paso, son la mayoría en nuestro país y en el mundo.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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