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Revoluciones: ¿idealismo sangriento?

«un caminar de río que se curva avanza,
retrocede, da un rodeo y llega siempre»
Octavio Paz, Piedra de sol

 

Si la historia se mueve, ¿a dónde llega? ¿Cómo es su movimiento? La respuesta que demos a estas preguntas nos puede dar pistas sobre qué es una revolución. Para quienes vivimos en el siglo XXI, la palabra revolución evoca tiempos oscuros de incertidumbre, de violencia armada, de abusos, de traiciones y de oportunismos. Pero también evoca ideales, justas reivindicaciones, sacrificios y heroísmos. Los movimientos revolucionarios inspiran esperanza, son el destello de un mundo distinto, quizá mejor de aquel en el que vivimos. Sin embargo, la idea de revolución no siempre ha sido usada para definir un cambio radical en el curso de la humanidad.

En un principio, el término «revolución» describía el movimiento de los astros. Visto así, las revoluciones eran un concepto del mundo natural, donde la acción del ser humano no tiene influencia. Hacia finales del siglo XIV, los movimientos de las esferas celestes eran descritos como circulares, es decir, rotaban y giraban. Y, en ese movimiento, volvían a su punto inicial. Así, esta primera idea de revolución no aludía a un cambo excepcional y radical de los asuntos humanos.

 

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Alrededor de la mitad del siglo XV, el término revolución dejó de formar parte exclusiva del espacio celeste, pues aunque el hombre no tuviera injerencia sobre el movimiento de los astros, estos sí la tenían sobre el mundo infralunar y, eventualmente, en la vida de los humanos. Al menos así lo creían los astrónomos de esa época. De esta suerte, la revolución explicaba el movimiento de los eventos humanos, tanto buenos como malos, como el resultado de un impulso eterno, irresistible y constante.

Algunos historiadores señalan como el evento que cambió el sentido de la palabra revolución para siempre fue la publicación de De revolutionibus orbium coelestium (Sobre los giros de los orbes celestes), obra fundamental de Copérnico y publicada en 1543. Este texto habla sobre el movimiento de los cuerpos celestes, la Tierra incluida, alrededor del Sol. El contenido de este libro entraba en conflicto con nociones propias de la época, que afirmaban que la Tierra era inmóvil y el centro del universo. Dado el quiebre que significó concebir a la Tierra como una esfera más en movimiento, dando revoluciones, la idea de revolución empezó a relacionarse con un cambio de paradigma, con una ruptura, con un evento que marcaba un antes y un después.

 

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REVOLUCIÓN COMO ESTANDARTE
Actualmente, la idea de revolución ha descendido de los cielos y ha impactado el día a día a modo de evento transformador. Pero, ¿cuándo comenzó a ser utilizado como estandarte político? Sería hasta el siglo XVII, durante la llamada Revolución Gloriosa de Inglaterra (1688) –conflicto político que quitó del poder a Jacobo II, último monarca católico, y dio pie a que María II y Guillermo de Orange, su esposo, ocuparon el trono– cuando se registraría por primera vez el uso del término revolución como un acto político subversivo.

Sin embargo, es interesante notar que la revolución, aunque subversiva, pretendía restaurar la situación de una nación. Quienes conspiraron para quitar a Jacobo II del trono querían devolver al poder monárquico su gloria, entonces corrompida, de acuerdo con algunos, por Jacobo II. ¿Por qué es importante resaltar esta noción de restauración? Porque para nosotros, quienes vivimos después de la Revolución francesa –y de la guerra de independencia de Estados Unidos– la idea de revolución no implica restauración, sino una alteración radical que pretende un orden no sólo distinto al actual, mucho menos uno anterior, sino uno nuevo. La clave de las revoluciones francesa y norteamericana es la idea de novedad.

 

la palabra revolución
también evoca ideales,
justas reivindicaciones,
sacrificios y heroísmos

 

¿Qué impacto puede tener esta búsqueda de novedad? En su libro La Gran Revolución Francesa (1909), el pensador político ruso Piotr Kropotkin (1842-1921), considerado como uno de los principales teóricos del movimiento anarquista, define a las revoluciones como «la ruina rápida, en pocos años, de instituciones que tardaron siglos en arraigarse y parecían tan estables e inmutables que ni los pensadores y escritores más fogosos se atrevían a cuestionarlas; [son] la caída y pulverización, en corto número de años, de todo lo que constituía la esencia de la vida social, religiosa, política y económica de una nación». Esta definición recoge el rechazo al orden anterior del espíritu de la revolución. No se trata de recuperar la bondad y gloria de una época o un poder anterior; no es un llamado a curar la corrupción de un gobierno para ayudarlo a recuperarse y andar nuevamente, sino uno de muerte. La revolución es el tiro de gracia a estructuras consideradas despreciables, indignas, abusivas, contrarias a la humanidad misma. La novedad rompe con el ciclo de revoluciones históricas, entendiendo «revoluciones» en uno de los primeros sentidos enunciados párrafos arriba, es decir, como un movimiento que avanzaba para regresar al punto donde inició. La historia ya no es un movimiento de repetición, sino de un progreso que requiere, para avanzar, de un momento de destrucción.

La Revolución francesa (1789-1799) aún es nuestro punto de referencia político, histórico e ideológico, para explicar no sólo nuestras instituciones actuales y nuestras nociones de libertad, igualdad, ciudadanía y derechos, sino lo que entendemos por espíritu revolucionario. En la Revolución francesa se conjuga tanto la búsqueda de una ruptura absoluta –al menos de algunas facciones políticas de entonces– con el orden anterior – conocido como el Antiguo Régimen– como el anhelo de un mundo nuevo, de un orden distinto, de una realidad nunca antes vista.

 

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CALEIDOSCOPIO DE CONFLICTOS Y SOLUCIONES
Antes de continuar, quisiera hacer una confesión: las revoluciones me ponen nervioso. Mi preocupación no es una cuestión de partidos ni de ideologías en conflicto. Es más, considero que es bueno que existan varias posturas que aporten distintas perspectivas sobre la realidad y distintas direcciones. Vale la pena escuchar la pluralidad de voces que opinan sobre el rumbo que debe tomar una comunidad o una nación. La existencia de la izquierda, la derecha y su interacción, enriquece la conversación política y social. La realidad humana es un caleidoscopio de conflictos, anhelos, miedos, y soluciones. La política no debería tratarse de mantener el purismo ideológico a toda costa, sino de poder responder ante las necesidades del momento de la mejor manera, teniendo como objetivo el bien de los gobernados. Mi preocupación respecto a las revoluciones no surge de qué postura ganará, sino de la destrucción del orden que, de una u otra forma, mantiene a una sociedad organizada, limitada en su actuar por leyes que (uno espera) velen por el bienestar de todos. Como bien veía Kropotkin, las revoluciones, al menos desde la Revolución francesa hasta nuestros días, implica una pulverización de la esencia de lo cotidiano.

Ahora, si la revolución implica la ruina de todo orden y límite, ¿cómo asegurar la vida del hombre? Es decir, ¿cómo mantener como límite al hombre, su dignidad, como límite de la acción revolucionaria? ¿Quién lo garantiza? Lamentablemente, la historia nos muestra que el espíritu revolucionario toma como consigna, algunas veces, la aniquilación de lo que sea necesario y de quienes sea necesario para alcanzar el objetivo. Hay, como dicen, «sacrificios necesarios». Dar la vida por una causa debería ser una elección personal, no un evento que nos llegue por decisión de alguien más.

 

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La revolución, por lo general, se presenta como la solución a todos los males del ser humano. Las consignas revolucionarias afirman que el pobre será rico, que lo poco se hará mucho (o que lo mucho se hará poco, depende de qué hablemos), que los ciudadanos se abrazarán unos a otros como hermanos sin necesidad de vanas mentiras dogmáticas que han sumido al hombre en desgracia. En suma, el ser humano podrá ser todo lo mejor que puede ser y gozará más de lo que nunca lo había hecho. Pero, ¿así ha sido? Después de la sangre, los saqueos y quemas, después de los juicios sumarios y el caos, instaurar un nuevo orden no es algo sencillo.

La Revolución francesa, por ejemplo, tuvo su periodo del terror. Quienes fueran sospechosos de atentar contra la revolución eran considerados enemigos de la naciente República francesa, y su castigo era la muerte. Cuando el terror dejó de atemorizar y volvió la indignación del pueblo hacia quienes llenaban de sangre las calles de París, y las guerras contra Prusia y Austria desgastaron económica y moralmente a los franceses, la República tan anhelada fue reemplazada por un autoproclamado emperador: Napoleón Bonaparte.
Las revoluciones son inspiradoras, pero no siempre resultan benéficas para todos. Y es que no siempre los grupos en el poder, sea éste nuevo o viejo, velan por los intereses comunes. Pienso en el caso de los esclavos negros durante la guerra de independencia de los Estados Unidos (1775-1783). Si bien algunos fueron liberados por haber servido durante el conflicto bélico, la Constitución no prohibía la esclavitud en el territorio.

La Revolución rusa (1917) derribó al régimen zarista, tan ajeno a las necesidades y proclamas populares, pero trajo consigo una suerte de nobleza burocrática organizadas como una maquinaria de espionaje y represión. La Revolución china (1949) sufrió un período de hambrunas y bajo crecimiento económico hasta que decidió abrir su economía al extranjero y entrar al juego del mercado.

La Revolución mexicana (1910-1920) inició con un espíritu democrático que, tras años de encarnizada lucha, crisis económica y social, terminó por dejar en el poder a un partido único durante varias décadas.

¿Restauración o revolución? He ahí el dilema. El problema es que cuando se ignora por largo tiempo una queja del pueblo, las posibles reformas se muestran rancias y la revolución luce como la única opción. Sin embargo, hay que tener presente que la revolución, llevada a sus últimas consecuencias, también tiene caducidad. La renovación constante, sin descanso, es absurda. Debe reconocerse un límite, un momento para empezar a trabajar y construir los cimientos de la nueva estabilidad.
Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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