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A propósito de Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Seamos sinceros. El sueño de todo novelista del siglo XXI es convertirse en un besteller y qué mejor si el libro se convierte en película o en una mini serie de Netflix. Pero muy pocos escritores cumplen ese sueño. La competencia es dura y el público, exigente. A veces, para consolarse, algunos escritores dicen que no les interesa la fama y que sería un deshonor que su novela le interesase a Holywood. Les confieso que no les creo. A los novelistas nos gusta que nos lean. Si no, ¿para qué escribimos?En el siglo XIX, la situación no era muy diferente en el mundo literario. Muy pocos escritores triunfaron en vida. Además, había una peculiaridad: las novelas largas solían publicarse por entregas. Eran como las series de hoy. Cada semana, lo períodicos publicaban un capítulo. Si el escritor tenía éxito, el público aguardaba ansioso la aparición del nuevo capítulo. Dostoievski, Dickens, Víctor Hugo, entre otros, publicaron algunas de sus mejores novelas de esta manera. Se cuenta que, en Nueva York, la gente aguardaba impaciente y emocionada el arribo del barco que, desde Londres, traía el períodico con la nueva entrega de Dickens, así como ahora los fans de una serie esperan el estreno del capítulo semanal.

Sin embargo, hubo novelas que en su momento fueron un rotundo fracaso y que hoy son consideradas clásicas. Hay casos de escritores que sólo fueron reconocidos por los lectores después de su muerte. Así le sucedió al estadounidense Herman Melville con Moby Dick, novela de la que al menos una docena de adaptaciones para la televisión y el cine. ¡Lástima que Melville no haya gozado de esa fama ni de las ganancias en vida!

Hubo, también, novelas que en su época se vendieron bien y que gozaron de cierta popularidad, pero de las hoy nadie se acuerda. El éxito comercial del presente no siempre se traduce en permanencia futuro.

Otras gozaron de una popularidad inmediata y acabaron por convertirse en referencias de la historia de la literatura universal. Este es el caso El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson, publicada en 1886. El público la compró con avidez en cuanto llegó a las librerías, hasta el punto de que, al año de estar a la venta, ya se representaba en el teatro, lo que equivaldría hoy por hoy a estar en la pantalla.

El éxito no fue casual. Previamente, Stevenson se había granjeado la fama de escritor versátil. La pluma del autor era capaz de escribir relatos perturbadores y sombríos, como la trilogía de El club de los suicidas (1878), pero también de novelas luminosas y cálidas como La isla del tesoro (1883). Ambos libros, dicho sea de paso, también han sido llevados a la pantalla. 

Como el argumento de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde es por demás conocido, me permitiré un spoiler. La historia de la novela se centra en la extraña relación entre el honorable y respetado doctor Henry Jekyll y el abominable misántropo Edward Hyde, cuyo nexo intenta dilucidar el amigo y albacea del Dr. Jekyll, el señor Utterson, a quien le extraña sobremanera que su amigo ceda en caso de siniestro todas sus pertenencias a un hombre tan repulsivo y desagradable como lo es el señor Hyde. Utterson descubrirá, eventualmente, que tal relación es incluso más peculiar de lo que pensaba, pues resulta que el doctor Jekyll y el señor Hyde no son otra cosa que la misma persona, las dos caras opuestas de la misma moneda.

Desde su juventud, el doctor Jekyll se había interesado por la naturaleza moral de las personas. Este interés no era meramente teórico. Él mismo padecía la tensión interior entre dos fuerzas contrarias; por un lado, la rectitud moral, el impulso hacia la bondad y el conocimiento de lo que es correcto hacer y lo que no lo es; por el otro, la perversidad y la maldad, el deseo de dejarse llevar por los vicios, por el exceso. El doctor lo explica de la siguiente manera: “el peor de mis defectos era el temperamento un tanto alegre e impaciente, que ha hecho la felicidad de muchos, pero que he descubierto que resulta difícil conciliar con mi imperioso deseo de ir siempre con la cabeza alta y presentar en público una apariencia seria. De ahí que ocultara mis placeres, y que cuando alcance los años de la reflexión y empecé a mirar a mi alrededor y haber balance de mis progresos y de mi posición en el mundo, estuviera ya sumido en una profunda duplicidad de vida. Muchos hombres incluso habrían alardeado de irrgularidades como aquellos de las que me sentía culpable; pero desde las altas miras que me había establecido, las consideraba y las ocultaba con un sentimiento casi morboso de vergüenza”.

Sus investigaciones fueron más allá del ejercicio teórico y el doctor comenzó a experimentar en su laboratorio. Finalmente, logró inventar una poción que le permitiría acceder a su naturaleza malvada; al beberla el doctor Jekyll desaparecía momentáneamente y, en su lugar, aparecía el Sr. Hyde, un individuo a quien le tienen sin cuidado las normas morales. Stevenson hace un guiño que se pierde en la traducción al español; en inglés, Hyde, el apellido, se pronuncia de una manera muy similar a hide, esconderse. En la persona del honrado doctor, se escondía un monstruo reprimido.

El Dr. Jekyll prosiguió experimentando en su persona con la poción y poco a poco fue perdiendo el control de sus transformaciones. La personalidad de Sr. Hyde fue desplazando a la del respetado intelectual que leía la Biblia para controlar sus impulsos. Tras beber la poción, Hyde se apodera del Dr. Jekyll. 

Esta novela es considerada icónica por la manera en que logra retratar la naturaleza moral del hombre, una naturaleza en la que convergen al mismo tiempo dos fuerzas, las de la bondad y la maldad, que se intentan excluir la una a la otra. Sin embargo, ambas cohabitan y son inseparables. Esta dinámica de un alter ego maligno que se reprime y oculta, ha sido representada muchas veces en la cultura popular, como se hizo en algunos episodios de los Looney Tunes con Bugs Bunny o, más claramente, con la figura del Dr. Banner y Hulk en los comics y películas de Marvel. 

Aunque algunas interpretaciones de la novela intentan relacionarla con el trastorno de identidad disociativo (TID, antes conocido como trastorno de identidad múltiple), vista de cerca y en su respectivo contexto no parece que Stevenson haya pensado en alguna afección psicológica como núcleo del problema, sino más bien en la manera en que el humano lidia contra ciertos impulsos. Añadido a esto, la obra está situada en el contexto de la rígida moral victoriana, donde la alta sociedad mostraba al mundo una integridad casi puritana, mientras sus excesos y vicios eran reprimidos u ocultados tras las cortinas de la “decencia pública”. 

Hay al menos dos interpretaciones de esta obra de Stevenson. La lectura clásica es aquella en que se reconoce que sentimos impulsos que debemos dominar. La razón debe esforzarse por controlarlos. Tales impulsos no son de suyo negativos, simplemente deben moderararse. Nuestra personalidad está configurada tanto por la razón como por las emociones e impulsos. 

La virtud garantiza una existencia mesurada: nos hacemos dueños de nuestras emociones a través de ella. Pero, cuando la parte racional del ser humano deja de luchar contra esos impulsos, la parte animal e instintiva se apodera de él. Dejar de luchar por ser moralmente íntegros, nos animaliza. 

No obstante, también podemos hacer una lectura psicoanalítica de Stevenson. Según esta segunda interpretación, debemos tener cuidado con la represión de nuestros impulsos, pues estos, tarde o temprano salen a flote, causando, frecuentemente, más daño que si los hubiésemos dejado fluir libremente. La represión lleva a la frustración, a la neurosis y, en no pocas ocasiones, a la explosión. 

En mi opinión, la vida no es una unidad simple, monolítica y estática. Nuestra identidad es compleja, un conjunto de fuerzas, algunas de ellas centrífugas que hacen que nuestra personalidad no sea una masa congelada, sino una entidad líquida. Nuestra vida está llena de contradicciones internas; es algo inevitable y no necesariamente algo negativo. No obstante, hemos de intentar que nuestra vida sea aceptablemente íntegra, que predomine en ella la coherencia. Pero no cualquier tipo de coherencia, sino de la coherencia de una persona de bien. En el relato de Stevenson, la coherencia termina imponiéndose: Mr. Hyde suprime completamente a Dr. Jekyll. Los seres humanos dificilmente podemos vivir de continuo en una contradicción profunda, desgarradora. Todos aspiramos la unidad de vida, a una existencia auténtica. Sin embargo, la autenticidad y la coherencia no son valores abolutos. Es preferible vivir las tensiones interiores del Dr. Jekyll, que entregarse completamente los impulsos de Hyde. 

Al final del día, prefiero un mundo poblado por personas imperfectas, que luchan contra sus debilidades y defectos, con vidas donde los episodios luminosos y positivos se alternan con episodios menos encomiables, que con personas coherentes, integralmente perversas, como el caso de Mr. Hyde.

El autor es doctor en Filosofía y catedrático en la Universidad Panamericana (México). 

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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