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Cuando las emociones mandan

El dolor del pueblo por Diana sorprendió incluso a los periódicos y la prensa del corazón. Precisamente a los que cabría considerar expertos en esta materia, entre otras cosas porque debían parte de su fortuna a las páginas que habían dedicado a la princesa en los diez años anteriores. La reacción popular, no sólo en Gran Bretaña, supuso un triunfo público de los sentimientos. Nadie había previsto que miles de personas estarían dispuestas a soportar ocho horas de cola con tal de firmar el libro de condolencias.
No es que tener sentimientos fuera, obviamente, algo nuevo. La novedad consistía en los modos de expresión pública. Ese sentimentalismo de primera página era lo más evidente de un fenómeno que va más allá del dolor por la trágica muerte de una princesa joven y bella, y además «incomprendida».
En torno a la muerte de Diana y su recuerdo, se ha destapado un fenómeno nuevo, que asesta un golpe bajo a los que pensaban que la nuestra era una sociedad de las Luces, de la Ciencia, de la Razón. Según algunos estudiosos, se descubre ahora que el sentimentalismo venía siendo una guía de la acción social, por encima de la razón y del sentido de la realidad.
LOS FINES SIN LA FATIGA
Así lo piensan los autores de un libro1 publicado por un think tank británico, que aborda las características de una sociedad regida por los sentimientos. Para estos autores, sentimentalismo equivale a superficialidad, al triunfo de lo falso.
El sentimental desea los fines sin la fatiga que supone conseguirlos. Por eso se queda con la copia falsa, pero asequible, sin esfuerzo. Eso se manifiesta en muchos ámbitos de la vida.
El sentimental es alguien que deposita toda la fe en el plan, en el programa, sin atender al comportamiento de las personas. «El sentimentalismo insiste en que las tragedias y lo que hay de desagradable en la vida se pueden eliminar no cambiando nosotros mismos, sino cambiando lo que nos rodea. Según esa falsa concepción, todo lo malo se debe a fallos de la estructura o del sistema».
POLÍTICA DE GESTOS
Hasta ahora, los grandes giros en política o en las tendencias culturales se han explicado como consecuencia de los cambios en las ideas o en los intereses de personas o grupos. Pero en nuestra sociedad son los sentimientos quienes, cada vez más, marcan el paso. No los sentimientos profundos, ésos que suponen unas convicciones, un compromiso personal, sino la manifestación de los sentimientos, su expresión pública. Y esto incluye también sentimientos que, en realidad, no se tienen.
Lo que más preocupa a buena parte de los políticos, aunque no lo reconozcan abiertamente, es quedar bien. Y, con la ayuda de asesores y sondeos, se corregirán hasta conseguir «dar» esa buena imagen. «Es la política de los afectos, no de los efectos». El uso que, por ejemplo, Clinton y Blair hacen de los focus groups tiene esa finalidad. Se podría decir que lo que les interesa no es comprobar si una determinada medida es o no una buena idea, sino saber cuáles serán los sentimientos de la población con respecto a esa medida. Cuando el presidente de Estados Unidos, en contra del Congreso, decide dar vía libre a un método particularmente cruel de aborto tardío, lo anuncia acompañado de «cinco mujeres que están vivas gracias a esa operación», aunque la Asociación Médica Americana haya dicho que no es necesaria.
Es una política de gestos: lo importante es tocar la fibra, enviar a la sociedad la «señal adecuada», aunque luego se haga otra cosa. Pero no hay que olvidar que esos políticos se limitan a responder al modo de ser de la sociedad en la que viven.
SENTIR LA REALIDAD
Y en esta sociedad en la que todo está on line, los medios de comunicación actúan como un fuelle que envía sin cesar grandes dosis de sentimentalismo, que se distribuyen capilarmente. En la televisión, eso se nota no sólo en la programación de ficción, sino en aspectos como la selección de las noticias y el modo de presentarlas en los programas informativos. En muchos casos, cabría decir que los noticiarios de televisión se han convertido en soap operas cuyo principal objetivo es entretener al espectador.
El viejo principio periodístico de saber descubrir el «lado humano» que hay detrás de la noticia, para hacerla así más comprensible, se ha extrapolado hasta el punto de que ese interés humano provoca, con frecuencia, la total distorsión de la noticia que se pretendía explicar. En definitiva, ya no se ayuda a entender la realidad sino a sentirla. Tenemos incluso una muestra gráfica, aunque anecdótica, de lo difícil que resulta separar la realidad de la ficción: el hecho de que la televisión suela utilizar imágenes de películas para ilustrar la actualidad. Parafraseando el título de un libro de éxito, se puede decir que «la vida es de Marte y las noticias son de Venus». Vivimos en una realidad virtual, que, en este caso, no tiene nada que ver con la tecnología informática.
AMAR SIN EDUCAR
Nuestra actitud ante la cultura está marcada también por los buenos sentimientos más que por lo que es bueno. Por eso, en las escuelas «centradas en el niño» se da la paradoja de que hablan mucho acerca del amor a los niños, mientras que ofrecen muy poca educación y formación a los alumnos. Tienen una visión rousseauniana del niño: un ser inocente que se debe realizar a sí mismo y con quien hay que ser indulgente a través del juego. Y olvidan que el niño tiene también capacidad para hacer el mal y necesita adquirir criterio y disciplina. Esta actitud que, para simplificar, se viene denominando sentimental, se manifiesta también ante aspectos aparentemente tan técnicos como el medio ambiente. Lo que le interesa a la gente es sentirse bien con respecto al ambiente y los animales. Se suscribe la visión idílica de la naturaleza incontaminada y se critica la acción dañina del hombre. Pero, al mismo tiempo, para corregir los efectos negativos de la acción humana, no se está dispuesto a prescindir de las comodidades que han producido el progreso, el desarrollo y el control de la naturaleza.
Se manifiesta una preocupación por el medio ambiente, se espera que se tomen iniciativas y se desea que, a ser posible, otros paguen las consecuencias.
OBSESIÓN POR LA SALUD
Existe también una buena dosis de sentimentalización en la obsesión actual por la salud. Ninguna sociedad tiene menos razones que la nuestra para estar obsesionada por la enfermedad: vivimos más y mejor que nadie ha vivido antes, y sin embargo estamos en ascuas ante cualquier trivialidad que pueda afectar nuestra salud.
Y en una época en que la práctica médica está más respaldada que nunca por la ciencia —es decir, por la realidad— rehuimos el dictamen que no nos gusta y buscamos medicinas «alternativas» cuyo diagnóstico esté más de acuerdo con lo que nosotros pensamos que deben ser las cosas.
Otra expresión del sentimentalismo en medicina es la creencia de que todo problema de salud tiene necesariamente una solución, siempre que se pongan los esfuerzos y se destinen los fondos económicos necesarios para luchar contra él.
LA RELIGIÓN DE «ESTAR JUNTOS»
Según los autores, incluso en el ámbito religioso se busca frenéticamente ajustar la realidad a la apariencia, que es una de las características que definen el sentimentalismo.
En este caso, se trata de ajustar la realidad última, Dios, a una imagen con la que nos sintamos cómodos. Nada, por tanto, de juicios y reglas morales que nos puedan  fastidiar.
«En la observancia religiosa lo que queremos es la cómoda experiencia del “estar juntos” y abrazados al amable Dios, pero sin ninguna de las viejas reglas que eran cruciales en la fe tradicional. Belén sin Calvario». Y cuando la religión queda vacía de doctrina, de tradición y de disciplina, todo lo que resta es un confortable sentimiento. A partir del romanticismo se comprueba que si uno rechaza los preceptos de la religión se acaba confiando en los sentimientos como en una fuente de guía moral. Si la sentimentalización crea un mundo con falsas iglesias que no contienen religión, y falsas escuelas que no contienen educación, no maravilla que existan también falsas políticas que pretendan el bienestar de la gente sin el esfuerzo y responsabilidad que normalmente exige. Es la crítica que se hace al welfare y a las «acciones afirmativas» a favor de las minorías: unas políticas que pretenden el bienestar de la gente sin el crucial y doloroso ingrediente del esfuerzo y la responsabilidad de los interesados.
ESCAPISMO PELIGROSO
En éste y en otros temas se nota que los autores del libro hacen consideraciones un tanto forzadas. Tal vez sea exagerado reducir a la sentimentalización, fenómenos sociales que podrían explicarse también por otros factores.
Uno de los ensayos con el que sería fácil no estar de acuerdo, al menos en parte, es el dedicado a la «sentimentalización de la religión». Su autor, un pastor anglicano, habla con conocimiento de causa cuando se centra en la Iglesia de Inglaterra. Sin embargo, cae en la simplificación al referirse a la Iglesia católica, la cual —en su opinión— está perdiendo institucionalmente sus raíces y cayendo en un mero «estar juntos», vacío de doctrina. Se echa en falta aquí la distinción entre lo que son abusos más o menos difundidos, y lo que es la dirección marcada por el Papa y la jerarquía.
En todo caso, quizás la originalidad del libro no esté tanto en el análisis particularizado de esas manifestaciones de sentimentalismo, sino en poner el dedo en una llaga que, desde luego, está muy presente en la sociedad actual.
«¿Es importante esta ola de sentimentalismo?», se pregunta uno de los editores. «Sí, porque es esencialmente escapista. Sustituye la realidad por la apariencia, los hechos por los deseos, la moderación por la autocomplacencia, y transforma la responsabilidad personal en victimismo. Todo el que valore la razón y la civilización debe estar alarmado…».


1. Digby Anderson y Peter Muller. Faking It. The Sentimentalisation of Modern Society. The Social Affairs Unit. Londres. 1998, 217 págs.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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