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Vulgaridad: el ocaso de la belleza

EL CASTIGO DE LA CÁRCEL

Oscar Wilde, caballero elegante y mimado por la sociedad victoriana, escribió la patética carta De profundis a su antiguo amante lord Alfred Douglas. Wilde, sin dinero y deshonrado, terminó en la cárcel después de un pleito judicial con el padre de lord Alfred.
Tras las rejas escribió la epístola, cuyas líneas destilan amargura por doquier. Pobre, sucio, humillado, estigmatizado por el affaire homosexual, Wilde cayó desde las alturas y fue estrellado en el fango para regocijo de sus enemigos. Sobre Wilde, el sensual amante de la belleza, llovió lodo, oprobio, mugre y escarnio.
El escritor fue tratado como un reo cualquiera. Oscar Wilde, genio chispeante, hombre de mundo, vestido a la moda, fue obligado a sumergirse en una tina de agua fría en la que ya se habían enjuagado una decena de rufianes malolientes.
Acostumbrado al champán, a la seda, a los mayordomos con guante blanco, hubo de comer al lado de letrinas y vestir andrajos.
Narra el escritor: «Los dioses habían sido generosos conmigo. Poseía genio, un nombre distinguido, una elevada posición social, brillo y audacia intelectual. Hacía del arte una filosofía y de la filosofía un arte. Alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas (…) El teatro, la novela, el poema en prosa, el poema en verso, el diálogo sutil y fantástico, cuanto yo tocaba lo embellecía con nueva especie de belleza (…) demostré que tanto lo falso como lo verdadero no son más que formas de existencia intelectual. Consideré el arte como la suprema realidad y la vida como un simple modo de ficción».
La aristocracia inglesa aplaudía a Wilde, mientras él se mofaba de los lores y ladies en su propia cara. La hipócrita sociedad victoriana festejaba la estudiada superficialidad de Wilde, su displicencia, su mordacidad, su hedonismo, eso sí, salpicado todo de finesse y distinción. Oscar Wilde era cínico, pero educado. Su vida se abocó a la búsqueda de placeres, de experiencias, de sensualidad y belleza. Se enroló de lleno en el gran teatro del mundo.
Wilde alcanzó el éxito en sociedad despojándose de ideales y cultivando las formalidades, la imagen, el ingenio y el chiste. Glamour, belleza, arte, placer, ficción, apariencia, fueron los ejes de su triunfo. Ser artificial fue su precepto: «Detesto la vulgaridad del realismo en literatura. Al que es capaz de llamarle pala a una pala, deberían obligarle a usar una. Es lo único para lo que sirve.»
La cárcel transformó la frivolidad de Wilde. Allí olió sudores, orines, piojos, excremento. Desde la cárcel, escribió: «Hasta el sol y la luna han huido de nuestro lado. Afuera, el día puede ser azul y oro; pero la claridad que se filtra a través del cristal empañado de la ventana enrejada bajo la cual estamos sentados es gris y mísera. El crepúsculo invade nuestra celda y reina también en nuestro corazón». En la cárcel no existe la belleza; es parte del castigo. Wilde, acostumbrado a vivir para la belleza, se quedó sin ella en las inmundas mazmorras inglesas.
Todos no sólo Wilde requerimos de dosis de belleza para llevar una vida plena. Qué difícil resulta la vida de quien sólo convive con tolvaneras, naves industriales, casas improvisadas, basureros, peseros y camiones destartalados, música estruendosa y desafinada. Sin belleza la vida no es plena.
UN BELLO RIESGO
A pesar de que nuestra sed de belleza es natural, hace falta desarrollar la sensibilidad estética. No necesitamos instrucción para distinguir «lo bello de lo feo», sino de un ambiente para despertar nuestra sensibilidad estética. Disfrutar de la belleza no es tan fácil: la austeridad espartana ciega los ojos para lo bello, el hedonismo sibarita embota el alma.
Así como a todos nos gusta comer, pero algunos no disfrutan plenamente de la mesa por falta de salud física o espiritual, así sucede con la belleza. Un europeo despreciaba la frutas tropicales (mamey, mango, guayaba) «porque no saben a manzana, no saben a pera, ¡no saben a nada!». Como si la manzana y la pera fuesen el criterio último de sabor.
Nuestros prejuicios, preocupaciones y prisas cotidianas, frecuentemente nos impiden apreciar la belleza. El punto no es si la guanábana es «buena» o no; el punto es que la manzana no es la última palabra en frutas.
Wilde amaba las experiencias nuevas. Ignoro si alguna vez probó la fruta de la pasión (la fruta, ¿eh?). Era aventurero. Tal actitud no es reprochable. «Todos los hombres tienden naturalmente a saber», sentenció Aristóteles.
La belleza es un riesgo. Comenta Borges: «recuerdo que Cansinos-Asséns escribió un poema en prosa muy hermoso en el que pedía a Dios que lo protegiera, que lo salvara de la belleza, porque, decía, “hay demasiada belleza en el mundo”».
Si aprendemos a percibir la belleza habremos aprendido a llevar una mejor vida. ¿Qué relación hay entre verdad, belleza y bien? No responderé a la pregunta de frente. Apuntaré un defecto que estropea nuestra capacidad de verdad, de belleza y de bien.
SIN EXCESO: BELLO Y BUENO
Bromeaba Bernard Shaw, las traducciones son como las mujeres; las que son fieles son feas, y las bellas son infieles. Allá Shaw, sus amigas y sus libros.
Afortunadamente, belleza y bien no están necesariamente divorciados. No es el caso de las traducciones y amigas de Shaw. Los griegos, por ejemplo, utilizaban la palabra kalos para referirse a las acciones nobles, valerosas, dignas de elogio y simultáneamente «bellas». Para nombrar lo feo, malo, sucio, innoble, utilizaban el término kakos. Del griego kakos derivan muchas de nuestras pintorescas expresiones aztecas.
La virtud, la verdadera virtud, se consideraba bella y viceversa, la verdadera belleza se entretejía con cualidades como honor y lealtad. La virtud, justo medio, se concebía como ponderación, ecuanimidad. Ni exceso ni defecto. La educación griega giraba en torno a la moderación y la belleza. El ciudadano griego debía ejecutar acciones bellas y nobles.
La belleza griega se construía a partir de la armonía y el orden. El exceso es malo y feo porque atenta contra la proporción. La pasión desbocada, sin medida, es río fuera de madre, torrente avasallador que puede ser impresionante pero deja tras de sí destrucción y muerte. ¿Se dejó llevar Wilde por el exceso?
POR LA MESURA HACIA LA BELLEZA
La mesura es la trama de la belleza. Gozar de la belleza requiere y propicia serenidad. Resulta difícil apreciar un cuadro en una estación del Metro, o disfrutar una pieza musical (clásica o ranchera, lo mismo da) mientras se conduce en un atasco de tráfico. Nótese, para disfrutar de la belleza no hace falta «la pose», la actitud afectada, artificial y postiza. Se requiere serenidad y cierta mirada penetrante.
Las pasiones exacerbadas impiden apreciar la belleza. El odio, la ira, la tristeza, el enamoramiento nos atontan. El deudo, sumido en dolor, difícilmente goza de la belleza de una novela o una película. La pasión le consume. Un chico enamorado vaya paradoja tampoco aprecia la belleza de su amada. El enamoramiento le ciega y le impide ver las verrugas y arrugas de su bien amada.
La belleza produce placer, pero no todo placer proviene de la belleza. Embriagarse es más o menos placentero, sin embargo la borrachera impide gozar de la belleza. Es también el caso de la pornografía, donde la corporeidad se reduce a la genitalidad.
La belleza requiere inteligencia y cuerpo. Ni los ángeles ni los animales pueden disfrutar, propiamente hablando, de la belleza. Unos carecen de sentidos y a otros les sobran. Solamente Dios y el ser humano pueden disfrutar de la belleza del mundo.
UN GOCE QUE NO EMPALAGA
Disfrutar de la vida no es fácil. La existencia está preñada de sinsabores. El dolor, aun cuando sea escaso, es como una gota de vinagre en una copa de estupendo vino. Una gota, tan sólo una, basta para arruinar la cata.
No es extraño que al toparnos con el placer ansiemos disfrutarlo. Quién sabe si mañana habrá oportunidad de disfrutar la vida. La imprudencia de un chofer es suficiente para arrojarnos cuadrapléjicos a la cama del hospital. Las salas de urgencias son testigos cotidianos de la futilidad de nuestros placeres.
La felicidad no es materia de cálculo numérico; no es la diferencia entre ingresos menos egresos, el saldo de goces menos dolores. La muerte de un hijo destroza doblemente a los padres. Primero, por la muerte del niño; segundo, porque les recuerda que sus hermanos pueden morir mañana.
Por ello, la belleza atrae el corazón del ser humano. Disfrutar de lo bello nos provoca un goce muy especial; no empalaga tan rápidamente como el placer puramente físico. El placer generado por la belleza es más estable que éste. Disfrutar de la belleza constantemente no requiere de afrodisíacos.
Continúa Oscar Wilde desde su celda: «A veces, el desperdiciar una juventud eterna me producía un extraño goce. Cansado de las alturas, bajé a lo más profundo en busca de nuevas sensaciones (…) El deseo fue al final una enfermedad o una locura. Llegó a no importarme la vida de los demás; tomaba el placer donde lo hallaba y seguía luego mi camino. Olvidé que cada acción cotidiana hace y deshace el carácter y que aquello que se realiza en la mayor intimidad de la alcoba hay que lamentarlo luego a gritos, desde el tejado. Dejé, sin sospecharlo, de ser mi propio dueño y el conductor de mi alma».
Acercarse a la belleza requiere un dominio mínimo sobre los sentidos. Dominar no es aplastar. Ser señores de nuestra sensibilidad no es constituirnos en dictadores de nuestro cuerpo. El contacto inteligente con la belleza forma nuestra sensibilidad. Enseñorearnos sobre nuestras pasiones afina, afila, aguza nuestros sentidos. La belleza del mundo es patrimonio de quienes viven con los sentidos despiertos, la razón en vigilia y la voluntad templada.
El afán desmedido de belleza es demencia. La inmoderada solicitud por el conocimiento, la avidez de placer o el desatinado empeño por asfixiar las pasiones también son tipos de locuras. Son exceso, falta de mesura. Kakos y no kalos, exageración y no virtud. ¿Cuál es el lugar que debemos otorgar en nuestra vida a la belleza? ¿Debemos, como Wilde, convertir la belleza en nuestro dios?
VULGARES INSENSIBLES
El mundo es fealdad espolvoreada con belleza (¿o viceversa?). Muerte, miseria, pobreza, enfermedad, nos acechan constantemente. Podemos hacernos tontos y pretender ignorar la realidad del dolor y el sufrimiento. Tarde o temprano el vinagre se mezcla con el vino. Recuerdo una reunión con un colega distinguido, inteligente, rico, entrado en años. Frente a nosotros comía una anciana. Sus manos deformadas por la artritis se aferraban al tenedor. El colega la observó: «¡Qué dura es la vida! Llegará el momento cuando utilizar los cubiertos sea doloroso».
La fealdad se opone a la belleza, pero también a la vulgaridad, a la grosería, a la idiotez.
¿Y esto qué? ¿Viene a cuento con la historia del tenedor y de la tetraplejia?
El dolor es atrozmente ineludible. Para los cristianos, el dolor es el camino elegido por Dios para llevarnos al Cielo. Para los descreídos es la triste realidad, es un hecho despótico.
¿Cómo enfrentar el dolor? Están la fe, los analgésicos, los antidepresivos, por supuesto la belleza, pero también está la comprensión. Los corazones de piedra no se compadecen ante el dolor. Son perversos. Las personas vulgares no se enteran de que alguien sufre; son remedos de seres humanos.
La vulgaridad es incapacidad, ceguera para captar lo sublime (Chesterton). El mucho sentir o el mucho pensar han adormecido los sentidos del individuo vulgar. La vulgaridad radical es la ausencia de sensibilidad. El hombre la mujer vulgar aprovecha los entierros para cultivar sus relaciones públicas. Teniendo frente a sí la avasalladora realidad de la muerte, el tipo vulgar cierra negocios.
Ser vulgar es un exceso, se condimenta la vida con especias y aceites. Se atrofia la capacidad de capturar los relieves del mundo. La vulgaridad no percibe matices ni medios tonos. Echa de menos la estridencia, la sordidez, la intensidad.
La vulgaridad es estar «fuera de tono»; desconocer la grandeza o miseria del momento. El individuo vulgar desconoce la belleza y el bien porque carece de interioridad. Es puro cuerpo y, por tanto, es «una cosa» más entre los muebles, plantas y animales. No sabe gozar de la belleza pues animalizado solamente puede relacionarse con el mundo por el placer y la utilidad. Las únicas categorías del tipo vulgar son cantidad y placer. No da cabida a la compasión, la solidaridad, la congratulación, el goce estético.
El individuo vulgar es idiota porque no sabe capturar la belleza, no profundiza en el meollo de los negocios. Antiguamente se pensaba que el libertino el borracho, el libidinoso terminaban locos. Algo hay de razón, la búsqueda incesante de novedades denota la finitud del mundo, pero también la incapacidad del individuo de encontrar verdad, bien y belleza en el mundo.
El vulgar exprime las posibilidades de placer y pronto aparece la sed. Y es que el placer es agua superficial, de charco, no es manto freático. El vulgar no escarba en busca de los manantiales, sino que se contenta con el agua de la superficie, del momento, por eso vulgaridad y superficialidad son parientes próximos.
De nuevo cito a Wilde: «La fortuna, el placer y la gloria pueden ser ásperos y vulgares; pero el dolor es lo más sensible de la creación. Nada existe en el mundo del pensamiento que no responda al dolor con su latido exquisito y terrible a la vez».
La apuesta total por la belleza está destinada al fracaso. El dolor se impone. Las horas de gimnasio fortalecen el cuerpo; no preparan para el sufrimiento. Pensar todo en términos de belleza es vulgar, idiotez.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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