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La empresa debe impulsar una sociedad civil

Hoy sólo podemos decir de una sociedad que es “civil” si respeta y promueve, en todos los niveles, la dignidad, libertad y derechos de las personas. En cuanto a la empresa, para ser “civil”, no sólo debe producir beneficios sino también ciertos “capitales sociales, como confianza, sentido de la responsabilidad y honestidad.1

Todas las representaciones modernas de la sociedad civil se refieren a la relación que esta mantiene o debería mantener con el Estado: la «otra» esfera, por así decirlo. Estado y sociedad pueden tener una relación conflictiva, de equilibrio o de subordinación y, salvo raras excepciones, el uno no se da sin la otra.
Ambos términos se reclaman recíprocamente, y el bien de la colectividad depende de su «conciliación». Los dos conceptos afrontan una nueva situación, originada por las profundas transformaciones que produce la sociedad compleja o global. Por ejemplo, no parece ya que el Estado sea la única institución capaz de tomar el papel de guía en la construcción del bien común, función que se le asignaba tradicionalmente.
En el título hago hincapié sobre la palabra civil, con el propósito de distanciarme de la abundante literatura sobre «sociedad civil» como si se tratara de sólo una «parte» de la sociedad, una parte volcada sobre sus intereses particulares, frente a la cual está el Estado, único garante del interés general, del bien común. La política, en sentido estricto, se hace cada vez más neutral en las opciones de valor que se generan en el seno de la sociedad; surgen nuevas formas de relación humana, como el ámbito «privado social», no atribuibles a la esfera del Estado ni de las relaciones mercantiles.
La globalización ha separado, incluso, al Estado y la sociedad civil en su común referencia espacial, que era representada por el Estado nacional. En un mundo en que han permanecido los Estados, la información, la opinión pública y el mercado ya no conocen fronteras y se habla, no por azar, de «una sociedad civil mundial».2
Todo esto cambia radicalmente el contexto en el que se sitúa el proyecto de una sociedad civil que, según el esquema moderno, ya no puede representarse como «el espacio, distinto del Estado, en el que se desenvuelven los actores sociales no institucionales». Se necesita llevar a cabo una profunda redefinición de ese proyecto, en la que lo «civil» no sea una parte de la llamada «sociedad civil», sino una connotación que impregne todos los ámbitos de la vida social, que aspire a afirmar la idea de que una sociedad será más civil cuanto más respetuosa sea y cuanto más promueva, en todos los niveles, la dignidad, la libertad y los derechos de las personas.3

Así pues, no se trata de reafirmar la primacía de uno u otro ámbito social, sino de favorecer, en el seno de las nuevas condiciones que generan la creciente diferenciación social, lo que podríamos definir como «una civilización en el sentido humano».4 En esta línea, me parece un deber urgente elaborar una nueva cultura de la sociedad civil, que además tenga espacio para una nueva cultura de la empresa, también «civil».

SENTIDO CÍVICO O SENTIDO DEL BIEN COMÚN

Por más que la expresión refleje una cierta ambigüedad, creo que hablar de «cultura de la sociedad civil» significa buscar aquellos modelos culturales que, en sentido vasto, al informar sobre el sentir y obrar individuales y colectivos, sobre el ethos, sobre la vida de la empresa pública y privada, y sobre las instituciones políticas de una comunidad, la conviertan en «civil» o «incivil», en digna o indigna de un hombre autónomo y responsable, de aquel que ha abandonado el estado de minoría –de edad– del que hablaba Kant (asumir responsabilidades, dejar de estar bajo la tutela de otros para servirse por sí mismo).
Desde este punto de vista, debemos afrontar una dimensión que no concierne sólo a un sector de la sociedad, sino a su conjunto, y que, por una parte, deriva de la continua interrelación entre individuos, opinión pública, mercado, instituciones privadas y estatales; y, por otra, representa para cada uno de esos elementos un cierto ideal «regulador».
Si ampliamos el significado de cultura de la sociedad civil más allá de la «semántica política tradicional», el concepto de «sentido cívico» (civicness) podría encajar adecuadamente en esta dimensión. Los elementos histórico-institucionales que ha generado la moderna sociedad civil (la difusión del comercio, la progresiva adquisición de autonomía del individuo, la afirmación de sus derechos y de las instituciones liberales y democráticas, entre otros), reclaman inmediatamente los aspectos cultural-normativos que la han acompañado y han contribuido a mantenerla viva. Los elementos histórico-institucionales no tienen entidad sin los cultural-normativos.
Se origina de este modo una concreción que, empleando la terminología de John Pocock, no sólo remite al individualismo de la sociedad comercial, sino también a las instituciones del Estado de derecho, a las virtudes del civic humanism,5 así como a otros valores específicamente culturales, éticos o religiosos que, imbricados con las instituciones y virtudes cívicas, constituyen precisamente la cultura de la sociedad civil.
En pocas palabras, la vida familiar, económica, cultural y religiosa conforman la societas, junto con la vida política encarnada en el Estado. De todo lo señalado se desprende, en primer lugar, que el hombre no se reduce tout court a su condición de ciudadano y, en segundo, que, por mucho que consideremos egoístas a los ciudadanos, no conciben su comunidad política como un campo de batalla en el que se lucha únicamente para obtener ventajas individuales.
A esto, que mantiene viva la vinculación de cada uno con el resto de la sociedad con un bien no reducible al beneficio egoísta, se le puede denominar, precisamente, sentido cívico o sentido del bien común: ese sentido que, a través de las instituciones públicas, privadas y del «tercer sector», media entre los intereses personales y el colectivo y mantiene viva una instancia ética menos neutral de lo que podría pensarse; ese sentido resulta cada vez más indispensable como factor de civilización, en la medida en que la sociedad se vuelve más compleja, y el pluralismo y la diferenciación se acentúan más en cada nivel.
Con permiso de Niklas Luhmann, una sociedad compleja no es sólo un conjunto de sistemas autónomos, aislados unos de otros. Los diversos componentes institucionales se entrelazan, ejercen una influencia fuerte y continua sobre los individuos y los distintos grupos sociales, que a su vez, interactúan, compiten, intercambian bienes en sentido amplio –frecuentemente fuera de las lógicas mercantiles–, establecen contratos e intentan que prevalezca el peso de sus intereses y valores sobre las instituciones.
Puesto que en la actualidad todas las sociedades tienden a asumir este aspecto complejo y diferenciado, para identificar el fundamento de una sociedad realmente civil, sería necesario recurrir a la conciencia que tienen de obrar los diversos actores, individuales y colectivos, en un contexto cuyo eje es la idea del individuo autónomo pero que, como es colectivo, impone obligaciones y debe respetarse.
Esto es lo que entiendo por civicness. Como he señalado en otra parte, creo que hoy el componente «civil» de una sociedad no puede ser representado adecuadamente por una sola de sus «esferas autónomas», sea la económica, la privada –familia y voluntariado– o la de la discusión pública –poder burocrático-administrativo. En la actualidad, hay demasiadas conexiones entre los diversos sistemas parciales de nuestra sociedad. En palabras de Günter Teubner, asistimos por todas partes a una especie de «danza de las reciprocidades»,6 que descifraré más adelante. No hay que olvidar, además, que todo lo dicho sobre la sociedad civil podría aplicarse también a la empresa.

LA DANZA DE LAS RECIPROCIDADES

Quienes se ocupan de la empresa saben que puede analizarse desde distintos puntos de vista: como organización de recursos humanos y técnicos para producir bienes o servicios; como medio para utilizar el capital, «recurso técnico» necesario para el buen funcionamiento de la máquina emprendedora en un sistema económico capitalista; como institución dirigida a producir beneficios; como conjunto de factores y de relaciones donde se concreta el espíritu emprendedor; y como promoción y tutela de las competencias, conocimientos y estilos relacionales que conforman lo que podríamos definir como «el capital humano» de una organización.
A todas estas perspectivas se podrían añadir las aportadas por la llamada «teoría de la organización», las procedentes del estudio del sistema de flujos informativos, de las relaciones de autoridad y poder entre los distintos órganos o niveles organizativos, de los problemas psicológicos generados dentro del cuerpo empresarial, etcétera. En cualquier caso, siempre recurrimos a perspectivas que acentúan una determinada realidad de la empresa aunque, en la práctica, todas se interrelacionan e interactúan («la danza de las reciprocidades»).
Al igual que la sociedad, la empresa es un sistema complejo cuyos componentes, para ser funcionales, son analíticamente distintos, aunque hay que cuidar que no se conviertan en autorreferenciales, en compartimentos estancos. En ese caso, la empresa perdería de vista la que, incluso por encima del beneficio, es su cualidad más obvia y distintiva: su condición humana, todo lo que tiene que ver con el hombre y que, por eso, hace que la empresa sea digna del hombre.
La calidad de una empresa viene dada por la competencia de sus miembros, por su eficiencia, su capacidad para permanecer en el mercado y producir riqueza. Su calidad civil, en cambio, emerge cuando es capaz de promover, en todos sus niveles, determinados recursos como el respeto a los demás, la confianza mutua, la responsabilidad, el sentido del deber, el espíritu de sacrificio, en fin: «lo humano».
Es impensable que una empresa imponga a su departamento de personal que contrate hombres y mujeres que cuenten con ciertas virtudes si después no se ponen en práctica ni se promocionan en la vida de la compañía. Este comportamiento parasitario podría ser rentable a corto plazo, pero a la larga seguramente resultaría contraproducente tanto para la empresa como para la sociedad. Como indicaron hace ya 40 años Gabriel Almond y Sidney Veba: «la cultura cívica se transmite por un complejo proceso que implica un aprendizaje en muchas instituciones sociales, en la familia, en los grupos paritarios, en la escuela, en el lugar de trabajo y en el sistema político».7 Cada una debe, por tanto, cumplir con su parte.
Una organización no logra su objetivo simplemente con la obtención de beneficios. Estos son, ciertamente, indispensables para cualquier empresa, como mencioné, para mantenerse en el mercado. Sin embargo, el contenido semántico ligado a la palabra «mercado» es menos rígido de lo que se cree y, de todas formas, la dimensión «economicista» es cada vez más inadecuada para caracterizarla.
En el mercado no sólo entran en juego productos, sino también compradores, conductas, estructuras y culturas. Todas estas dimensiones median tanto en el disfrute de mercancías como en el modo de producirlas. Los compradores ya no son únicamente «clientes» que adquieren y consumen; quieren ser más bien consumidores críticos: ciudadanos que contribuyen a «construir» la oferta de bienes o servicios que demandan al mercado.
A este nuevo consumidor que calcula la relación calidad-precio ya no le basta con los parámetros tradicionales; quiere conocer también cómo se produce determinado producto o si la empresa ha violado derechos humanos o ambientales en su fabricación. Piénsese en la caída de acciones de Nike cuya cotización pasó de 66 dólares en agosto de 1997 a 39 en enero de 1998, después de que unas asociaciones de consumidores denunciaran la explotación laboral de menores en India y Pakistán.
Me parece, en definitiva, que la reputación de la empresa –un concepto entendido en sentido mucho más amplio que en el pasado– se está convirtiendo en un capital cada vez más preciado. No es casual que en estos últimos años también las estrategias de control y de management hayan experimentado profundas transformaciones.
¿FERIA DE VANIDADES?
Según Olof Berg,8 parece que en las organizaciones modernas, la tradicional «autoridad formal» se está sustituyendo cada vez más por una concepción del management como «proceso cognitivo y empático», que subraya la misión de las organizaciones y pone más acento en las visiones compartidas y el diálogo, que en los rígidos esquemas de planificación y decisión. Además, porque vivimos en una sociedad basada y organizada en torno a la comunicación y a las imágenes, parece que dirigir una empresa significa sobre todo gestionar «recursos simbólicos» más que personas, dinero, maquinaria, etcétera. El modo de transmitir a los miembros de la empresa y al público una imagen que resulte lo más atractiva posible se ha convertido en un elemento clave en la gestión.
Esta preocupación por los aspectos simbólicos de la vida organizativa se confirma en la creciente atención que se presta al diseño y arquitectura de la empresa, al énfasis en la creación de una imagen, al interés por el llamado marketing interno (la capacidad de la firma para venderse a sus propios miembros) y al diálogo empresarial. En otras palabras, la cultura, el simbolismo, la estética o la ética se han convertido en conceptos fundamentales en la vida de la empresa. Esta realidad no trasluce una especie de «feria de las vanidades» creada quizá por un manager presuntuoso o extravagante, sino más bien por la conciencia de que esos conceptos son tan importantes para la empresa como sus productos y su capacidad de generar beneficios.
Falta comentar los múltiples efectos que la globalización ha provocado sobre la industria. Se acentúa la interdependencia cada vez más estrecha que la globalización establece entre determinadas empresas y economías. El aumento de la producción y de la renta, la evolución de los precios, las tasas de interés, el nivel de empleo de determinada economía son elementos cada vez más relacionados con lo que ocurre en otras. De ahí que se subraye la importancia dada a la cultura en la gestión de esas interconexiones.
Sin embargo, en estas páginas quisiera llamar brevemente la atención sobre otra cuestión que en parte se debe a la globalización: la transformación de los llamados «liderazgos».

HACIA UN «LIDERAZGO» CIVIL

Algo que se da por descontado en el mundo actual –y nadie lo sabe mejor que un empresario– es la improbabilidad de que personas u organizaciones que actúan por separado puedan afrontar y llegar a resolver los problemas sociales, económicos y políticos. Ya lo vivimos en una sociedad diferenciada y compleja –«acéntrica» diría Niklas Luhmann–9 en la que el gobierno en sentido amplio está cada vez más difuso y donde los líderes políticos deben ajustar sus presupuestos en medio de una creciente complejidad de los mercados, de los sistemas administrativo, técnico-científico, de comunicaciones, de valores y de estilos de vida.
Así pues, estos liderazgos, por muy sofisticados y competentes que sean, difícilmente resolverán por sí solos los múltiples problemas vinculados al mercado, la educación, la sanidad, la industria, los servicios; especialmente si consideramos que, en la actualidad, deben afrontarse a distintas escalas –global, nacional, regional, local–, en las que los ciudadanos y los grupos reivindican, desde todos los frentes, mayor autonomía y servicios siempre diferentes y más personalizados.
Según algunos expertos, en un nivel estrictamente institucional, la complejidad de tal situación está generando nuevas formas de regularización y gobierno, además de nuevos tipos de sistemas políticos, llamados «postparlamentarios», ya que las tradicionales formas de representación democrática tienen una relevancia cada vez menor.
Al estudiar, por ejemplo, las políticas de la Unión Europea, Burns y Nylander registran transformaciones interesantes en las nuevas formas de gobierno: 1) el destacado papel de los grupos de interés o asociaciones respecto a los ciudadanos individuales y a sus representantes territoriales (e incluso, en algunos casos, a los partidos políticos;2) el papel central asignado a los expertos, distribuidos en el entramado de la sociedad civil, en las agencias gubernamentales o en los distintos movimientos; y 3) las «reglas del juego», que difieren sustancialmente de las de los sistemas territoriales, parlamentarios.
En general, el gobierno y la actividad política se han trasladado desde los cuerpos parlamentarios a grupos o networks informales de la sociedad civil, en muchos casos externos o periféricos al gobierno.10 En otras palabras, estamos frente a múltiples actores y sujetos sociales que son, al mismo tiempo, el efecto y la causa de los profundos cambios,11 y que no sólo conciernen al orden interno de cada Estado, sino también al orden internacional de los Estados.
Lo mismo es válido para los liderazgos económicos. También los empresarios, retomando nuestro tema, están obligados a elaborar sus estrategias teniendo presente la pluridimensionalidad de su actuación, la globalidad del mercado, etcétera.
En lo concerniente al liderazgo en general, me parece que tales cambios indican, entre otras cosas, una crisis del liderazgo moderno. Con esto quiero decir que las formas de entender la élite y la dialéctica entre élites, según el modelo de Pareto o el marxista, centrado básicamente en el conflicto entre estos grupos –en el hecho de que cada uno tiende a manipular y a su vez a ser manipulado según lo que Roberto Michels ha definido como «la ley de hierro de la oligarquía»–,12 tienen su origen en una concepción demasiado rígida de las relaciones sociales.
Para representar una sociedad como la nuestra ya no es suficiente referirse a la naturaleza psicosocial de su liderazgo (Pareto), ni a la clase que posee los medios de producción (Marx). La complejidad social obliga ahora a tener en cuenta una pluralidad de elementos, de sistemas sociales, de liderazgos, que se distinguen por competencias específicas y, sobre todo, por una visión de conjunto cada vez más necesaria, por una cultura que ya no gestione los inevitables conflictos sociales con la astucia del zorro o la fuerza del león, sino con un profundo sentido del bien común.
La diferenciación de la sociedad moderna distingue tantas élites como sistemas parciales; a su vez, cada vez más diferenciados: la religión, la política, la economía, la ciencia, el arte, etcétera. En cada sistema social encontramos una clase de liderazgo a la que se le exige unas competencias específicas. En la actualidad, esta diferenciación permanece aunque la especialización corre el riesgo de convertirse en una forma de aislamiento que, después de transformar los distintos liderazgos en más autorreferenciales y, por tanto, más ajenos al resto de la realidad, podría hacer problemática su propia funcionalidad social.
Se atribuye también a este fenómeno la cada vez mayor dificultad con que unos líderes aceptan las decisiones de otros, los bloqueos a la hora de tomar decisiones, así como el alejamiento y la creciente crisis de confianza de los ciudadanos en sus líderes. Hasta hace poco existía, en sentido estricto, cierta preeminencia del liderazgo gubernamental sobre el resto. Para un gran pensador como Raymond Aron todavía se daba por descontada la distinción entre las personas que «ocupan posiciones o ejercen funciones con una influencia innegable en el gobierno de la sociedad» y «quienes dirigen la sociedad en nombre de todos».13 Hoy, esta preeminencia ya no resulta indiscutible.
Esto implica cierto aumento en el peligro de que los intereses de algunos lobbies suplanten al bien público, aunque también sería posible que aumente la consolidación de una nueva cultura de la sociedad civil, capaz de restituir con fuerza la única razón por la que verdaderamente vale la pena preocuparse del Estado, del bien público o de la sociedad civil: salvaguardar e impulsar la dignidad del hombre.
A este respecto, podría no ser casual el hecho de que, tanto en el ámbito político como económico, se comience a hablar de una nueva manera de concebir el liderazgo, centrada en la competencia, pero también en la capacidad de movilizar ciertos «capitales sociales», tanto dentro del propio sistema en el que actúa, como en el exterior. Antes, las dotes naturales de un líder eran: la inventiva, la capacidad de comunicación, de organización y de relación, y la competencia; en la actualidad, creo que se ha acentuado su importancia. Un liderazgo que quiera ser «civil» no puede dejar de revalorizar la confianza, la reciprocidad y el compromiso con los demás; es más, un liderazgo será tanto más civil cuanto más sepa crear, a cualquier nivel, esa «civilización en el sentido humano» del que hablaba al comienzo.
Como ha señalado Robert Putman en una famosa investigación sobre las regiones italianas, el bienestar global de una población no depende tanto de la riqueza, del nivel de educación o de su acceso a los recursos naturales, como del grado en que la confianza, la reciprocidad y el compromiso con los demás se encarne en la civic community.14 Siguiendo este razonamiento, es preciso construir una nueva sociedad civil y exigir esta conciencia a los líderes actuales, incluidos los managers y los empresarios, y a todos los hombres que busquen el bien.

  1. Texto traducido por Sara Rus. Extracto de la primera versión publicada en la Revista Empresa y Humanismo. Vol. VII, 2/04. 2
  2. DAHRENDORF, RALF. Il conflicto sociale nella modernità. Laterza, Bari, 1989. HABERMAS, JÜRGEN. Morale, diritto, politica. Einaudi, Turín, 1992.
  3. BELARDINELLI, SERGIO. La comunità liberale. La libertà, il bene comune e la religione nelle società complesse. Editore Studium, Roma, 1999.
  4. DONATI, PIERPAOLO. «La qualità civile del sociale», en DONATI, P. y COLOZZI, I., Generare il «civile»: nuove esperienze nella società italiana. Il Mulino, Bolonia, 1999 p. 51.
  5. POCOCK, JOHN. The Machiavellian Moment. Princeton University Press, Princeton, 1975.
  6. TEUBNER, GÜNTER. «Il punto cieco dei sistemi. L?ibridazione del contratto», Sociología e Politiche Sociali, vol. IV, no. 1, 2001. pp. 60-73.
  7. ALMOND, GABRIEL A. Y VERBA, SIDNEY. The Civic Culture. Political Attitudes and Democracy in Five Nations. Princeton University Press, Princeton, 1963 p. 498. Para examinar más de cerca los aspectos estrictamente económicos de este nuevo planteamiento «civil» véase: SACCO, P.L. Y ZAMAGNI, S. Complessià relaciónale e comportamento economico. Il Mulino, Bolonia, 2002.
  8. BERG, OLOF. «Managment postmoderno», Sviluppo e Organizzazone, no. 121, 1990 pp. 73-86.
  9. Para un examen más detallado del pensamiento de Niklas Luhmann remito a BELARDINELLI, SERGIO. Una sociologia senza qualita. Saggi su Luhmann. Editore Franco Angeli, Milán, 1993.
  10. BURNS, TOM R. Y NYLANDER, JOHAN. «Leadership e politiche nell?Unione Europea: per una teoria della menagerialità pubblica», en Montanari, A., Identità Nazionali e Leadership in Europa. Edizioni Jouvence, Roma, 2001. p. 188.
  11. ORNAGHI, LORENZO. «Globalizzacione e frammentazione. Il possibile ruolo delle élite nazionali nell?integrazione politica europea», en MONTANARI, A. Identità Nazionali e Leadership in Europa. Edizioni Jouvence, Roma, 2001. p. 233.
  12. Modelos de los que Raymond Aron subrayó su proximidad estructural en «Clase social, clase política, clase dirigente», ensayo publicado en italiano en ARON, RAYMOND. (1990) Scienza e conscienza della società. Lucarini editore, Roma, 1960.
  13. Ibid. 1990. p. 188.
  14. PUTNAM, ROBERT. La tradizione civica nelle región italiane. Mondadori, Milán, 1993.
istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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