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El festín del Bicentenario

zagalEl Bicentenario y los aguafiestas
Gabriel Zaid y Enrique Krauze, dos intelectuales señeros de este país, cuestionaron casi al unísono los próximos festejos en 2010, de la Independencia y la Revolución Mexicana. Si los comprendí correctamente, afirman que dichos festejos son la apoteosis de la guerra y los crímenes contra los civiles. Coincido con Krauze y Zaid: no simpatizo con los héroes que se matan unos a otros, que forjan su legado a sablazos o cuyo pedestal lo conforma una pila de cadáveres. Tal vez por esta razón me dediqué a la Filosofía y no a la Historia.
La opinión de ambos, aunque polémica, es sólida. A cien y doscientos años de distancia, respectivamente, es cuestionable afirmar que el saldo sea del todo favorable. Ambos movimientos son menos idílicos de lo que alguna versión de la historia nos quiere hacer creer. No estoy seguro hasta qué punto la Independencia fue una verdadera emancipación. Yo, al menos, pago altas comisiones a los bancos españoles… Tampoco sé si existió algo así como «La Revolución» o si, en realidad, se trató de una serie de guerrillas, aisladas, inconexas, encabezadas por el egoísmo de sus caudillos.
De lo que sí estoy seguro, es de que en medio de todos estos pormenores y de los posibles asteriscos que habría que incluir en el Olimpo nacional, existen, al menos, dos o tres notas positivas que vale la pena recalcar. En concreto, la abolición de la esclavitud –decretada por Hidalgo y, después, ratificada constitucionalmente por Vicente Guerrero– y la conquista de las garantías sociales –en especial, educación y salud. Estos aspectos, a su vez, son controversiales: México perdió Texas a causa del primero, y las garantías están lejos de ser una realidad. El Seguro Social nunca tiene las medicinas que necesito.
Frecuentemente la historia inspira a la literatura. En el siglo XIX, durante el Romanticismo, nació la «novela histórica» de la mano de Walter Scott. La novela histórica, en términos generales, es una narración verosímil inscrita en un periodo histórico. En pocas palabras: es cuando una narración se enmarca en un espacio y lugar específicos, y reconstruye, con cierto grado de fidelidad, las circunstancias específicas. Tenemos, pues, Nuestra Señora de París de Víctor Hugo, El nombre de la rosa, de Umberto Eco o La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa.

HABÍA UNA VEZ…
Había una vez un niño, muy flaco pero muy inteligente, a quien le aburría el futbol, pero le gustaba la historia. Estudiaba en una horrorosa primaria del DF pintada de verde. El niño se llamaba Héctor. En cuarto de primaria, miss Lolita –la típica maestra de gafas de carey– les enseñaba a él y a sus compañeros, la historia de México en forma de cuento. Aprendió muchas anécdotas, hazañas y frases célebres. Pero al niño, esos cuentos le dejaban un regusto de tristeza. No eran como los de Cachirulo, que terminaban bien. El cuento mexicano siempre acababa en tragedia: nada que ver con aquello de y vivieron felices para siempre.
Cualquier niño de primaria es capaz de recordar tres o cinco episodios nacionales en que algún personaje mató o traicionó otro. La deslealtad y la perfidia saturan nuestra historia. Basta recordar la matanza del Templo Mayor en Tenochtitlán, obra de Alvarado, lugarteniente de Cortés. ¿Y dónde estaba Hernán Cortés? Había salido al encuentro de Pánfilo de Narváez, enviado por la autoridad para poner en orden a don Hernando a quien se le había olvidado reportarse con su jefe en Cuba…
Otro ejemplito: el abrazo de Acatempan. Vicente Guerrero abraza calurosamente a Agustín de Iturbide (quien, por cierto, había traicionado al ejército realista) y por ese camino firman la independencia del Imperio Mexicano. En un primer momento, Guerrero reconoce al emperador; muy pronto, sin embargo, se echa para atrás.
López de Santa Anna lanza el Plan de Veracruz a favor de la República: Guerrero y Nicolás Bravo se unen a la causa republicana contra Iturbide. De ello resultó nuestro primer presidente: Guadalupe Victoria. Años más tarde, Bravo se levanta en armas contra, Victoria. Vicente Guerrero, antiguo compañero de batallas de Bravo, recibe el encarguito de combatirlo. ¿Ya nos hicimos líos? Bueno, pues a la primera oportunidad, Guerrero ocupa la presidencia con una legitimidad muy cuestionable. Su vicepresidente, Anastasio Bustamente, lanza la primera piedra y se rebela contra él.
Bustamente, cansado de perseguir a Guerrero, contrató al marinero Francisco Picaluga para que lo traicionara y lo entregara allá por el rumbo de Huatulco. ¿Será por eso que lo primero que hacen los políticos mexicanos cuando se encuentran es abrazarse?
Una menos conocida: el presidente Ignacio Comonfort, a pesar de ser liberal, apoyó el Plan de Tacubaya de Félix Zuloaga. El militar rebelde desconocía la Constitución de 1857, a la que Comonfort previamente había jurado fidelidad. Es decir, el presidente apoyó al enemigo del orden que él había jurado defender. En fin, el caso es que Zuloaga tomó la ciudad de México. Pronto comenzaron los problemas. Balas van, balas vienen, Zuloaga abandona su propio «plan» y ataca a Comonfort, que se ve obligado a renunciar. Fue el bonito inicio de la Guerra de Reforma.
Emiliano Zapata, quizá el héroe nacional más noble, fue asesinado en una emboscada en la Hacienda de Chinameca después de haber sido invitado a comer por Jesús Guajardo, una treta, evidentemente, alentada por el Primer Jefe, Venustiano Carranza. ¿Eso obsta para que Carranza y Zapata tengan su lugarcito en el mismo altar de la Revolución Mexicana? ¡Claro que no!
¿Y nos extraña ahora que los políticos mexicanos cambien de partidos como de ropa interior?
La cena del Bicentenario
Hace unos meses terminé de escribir mi segunda novela, La cena del Bicentenario. Es un libro corto que bebe de la novela histórica. Siete personajes de distintas épocas de la historia del país, se reúnen en Chapultepec para celebrar los doscientos años de la Independencia. Como dignos representantes del abanico nacional, no pueden faltar asesinatos, conspiraciones y sospechas.
De fondo la pregunta era: ¿qué pasaría si se encontraran ahora los héroes patrios? ¿Cómo vería cada uno la historia de México? ¿Qué opinión tendrían unos de otros? ¿Se aplaudirían o reprocharían sus acciones?
El ejercicio respondía a un deseo de capturar, precisamente, esa agitación intrínseca a nuestra historia. Es decir, reproducir, a través de la literatura, de la fantasía, esas paradojas de nuestro pasado. Confieso que la primera versión de la novela resultó como la historia de México: caótica. Un talentoso amigo mío me comentó que era tan aburrido como un diálogo platónico. La comparación no es nada halagüeña; me decía que no concluía nada, se abrían muchas mini historias, pero casi ninguna llegaba a buen término, no existía una voz de mando que ordenara el relato, eran más bien discusiones complejas, imbricadas, que se daban al son de una cena pantagruélica.
Colorín colorado…
Animado por mi editor, reescribí la novela. Pagué el precio de ser un aprendiz de brujo. Los personajes resultaron más complejos de lo que una caracterización maniquea podría suponer. Dependiendo de las circunstancias, del enfoque, formaban bandos que, al poco tiempo, se transformaban y cambiaban su composición.
Por momentos me sentí con el poder de aquella película infantil, La llave mágica, donde un joven tiene un armario con propiedades secretas: los juguetes que guardaba cobraban vida al girar la llave. Contrario a toda la diversión que eso podría significar, en algún punto de la película, el niño ocasiona una batalla campal entre indios, vaqueros, caballeros Jedi y dinosaurios. El segundo borrador de la Cena del Bicentenario resultó algo parecido: personajes nacionales discutiendo de diversos temas aquí y allá mientras comían sin saciarse en el Castillo de Chapultepec.
Cambié la estrategia: no dejaría que las voces de los héroes hicieran la novela, sino al revés. Aprovechando la naturaleza de los personajes, de su contexto, y de mis aficiones, opté por la novela policíaca. El género se antojaba ideal para la empresa: situaciones caóticas, dobles intenciones, misterio, muertes y una explicación insospechada a todo lo ocurrido.
La experiencia de jugar con personajes reales en el mundo de la literatura fue muy divertida –espero que quienes lean la novela también lo perciban. Incluso, aprendí mucho de los borradores: ni siquiera en la literatura, nuestra historia tiene lógica.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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